IMPULSO/ Opinión
Nogales, Sonora
Mi hermano-amigo, Fortino Ricardo Rentería Arróyave, nos dejo el hueco doloroso de su presencia física el triste jueves 21 de febrero de 2019, para la entrega del siguiente día de su partida pergeñamos el siguiente epígrafe:
“Con infinito dolor a mi querido hermano, mi amigo del alma, Fortino Ricardo Rentería Arróyave, quien en la víspera emprendió el viaje al éter eterno con toda la dignidad de alma, espíritu e intelecto. Por decisión de la Asamblea General de nuestra Federación de Asociaciones de Periodistas Mexicanos, FAPERMEX, se le nombró Miembro Distinguido. Como siempre se lo dije y lo dije a todos: los parientes suelen ser un accidente, Fortino además de mi consanguíneo, fue mi amigo en todo el sentido más profundo del concepto. Se que nos acompañaremos eternamente. Hasta siempre hermano. Nuestro cariño fraterno a su esposa Yolanda, a sus hijos Ricardo y Sheila, Raúl y Selene; a sus nietas Jimena y Arantza; a sus nietos Emilio, Mauro y Santiago. Teodoro y toda la familia Rentería Villa”.
Ahora me debo a los recuerdos y las reflexiones, porque es bien cierto: añoranzas no caviladas resultan simples especulaciones. Soy el primogénito de una familia pequeña para su época, nuestros padres, médico Fortino Rentería Meneses y María Arróyave Vázquez, cuatro hermanos María Isabel, Francisco, Fortino Ricardo y el autor. Apenas le llevaba 2 años 5 meses. Nació un feliz 29 de noviembre de 1939 y se nos fue el triste 21 de febrero. Hace escasos tres meses habíamos celebrado su 79 años y lo esperábamos al Club de los Octagenarios, y luego en enero pasado su 52 aniversario de bodas, con Teresa Yolanda Villa Gómez, hermana de mi compañera de vida, Silvia Esperanza. Por eso mismo nuestros hijos los de ellos: Fortino Ricardo y Raúl y los nuestros, Teodoro Raúl y Gustavo llevan los mismos apellidos. Y tuvimos los mismos suegros: Don Raúl Villa Santamaría y Loreto Gómez Flores.
Desde niños fuimos inseparables, el siempre llevando la batuta en las travesuras, subirnos a las higueras de la casas, porque habitamos muchas por aquello de la situación económica; entrar a los gallineros para “volarnos” los huevos, hacerles un hoyito, chuparlo un poco y luego ponerles, limón, sal y picante, y “para adentro”. Eso sí, devolvíamos el cascarón en la creencia de que supusieran nuestros mayores que los gallos se los habían devorado.
Aprendimos a andar con un solo patín, primero porque sólo nos regalaron un par y segundo, porque después nos robaron uno; nos divertimos mucho con un carro de palancas que alcanzaba gran velocidad, le llamaban “armón”, no los he vuelto a ver.
Eso sí, fuimos buenos para la bicicleta, también sólo tuvimos una. Lográbamos subirnos hasta 7, el que manejaba, otro en el cuadro, siempre la mujer, la prima-hermana Mercedes, otro en el manubrio, dos en la parrilla, y dos más en cada uno de los diablos. Siempre nos detenía la patrulla, eran otros tiempos, sólo nos llevaban a la casa, inteligente Fortino iba por la tía Manuela, para que ella recibiera el sermón de los uniformados. Nos cubría o nos alcahueteaba. Participamos en torneos de carreras porque luego “los Reyes” nos trajeron una bici de media carrera.
Nos entró la afición por los toros; construimos una carretilla con cuernos, nos hicimos de maletas y capotes y espadas. Nuestro público, el tío anciano de la familia, Dionicio a quien un día bañó Fortino, pues niño que era, le ganó la fuerza de la salida del agua de la manguera, porque como en todos los buenos ruedos, humedecíamos la arena del nuestro.
Nuestros padres no descuidaron nuestra formación en el estudio: primero en una escuela de monjas, que le enfadó a mi padre, y un día afirmó: Yo no me formé en escuelas conventuales” entonces nos trasladó a la escuela primaria oficial Pedro María Anaya del rumbo de Portales, de inmensas evocaciones, y abrevamos en el “Libro de Oro de los Niños”, 6 tomos que aún conservamos. (CONTINUARÁ).