IMPULSO/Gerardo Laveaga
Artículo
Nadie discute que los políticos o servidores públicos que cometen un delito deban ser castigados. Cómo acabar con la impunidad es otro tema. Algunas ONG proponen que, al efecto, se cree una Fiscalía General de la República auténticamente autónoma.
El artículo 102 de la Constitución ya la contempla, pero estas organizaciones consideran que el hecho de que el Presidente puede nombrar y remover a su titular a voluntad, cubriendo requisitos insignificantes, es una simulación, peor que eso: una burla.
“Hay que reformar el 102”, claman, “hay que impedir que el proyecto de ley reglamentaria sea aprobada en el Senado”, vociferan. Exigen “una fiscalía que sirva”, que se evite la llegada de un “fiscal carnal” y que se les consulte cada movimiento.
Es cierto que el modelo napoleónico —el que hace depender la procuración de justicia del jefe de un gobierno— está en crisis. Los abusos que se han cometido en todo el mundo la explican: se imputan cargos a los enemigos del régimen y a los amigos no se les toca ni con el pétalo de una rosa.
El problema es que una fiscalía general está diseñada para perseguir toda clase de delitos de índole federal. Debe perseguir ante los tribunales a narcotraficantes, contrabandistas y tratantes de personas. La corrupción es sólo uno de estos delitos. Y dado que no existe capacidad para perseguirlos todos, alguien debe elegir a cuáles dar prioridad.
A diferencia del Poder Judicial, cuya independencia es reactiva —resuelve exclusivamente lo que se le presenta—, la fiscalía necesita independencia para decidir qué perseguir y qué no. Si algo define al Estado es el ius puniendi —el derecho a castigar— y éste es el último recurso del que se debe echar mano para hacer cumplir la ley. ¿Lo que proponen estas ONG es que el Estado renuncie a su esencia? No lo hará.
Imaginemos a un presidente decidido a castigar a quienes evaden impuestos, ¿tendría que apelar a la buena voluntad del fiscal? ¿Qué sucedería si éste se rehusara a ejercer la acción penal? ¿Qué ocurriría, por otra parte, si el fiscal decidiera perseguir a quienes falsifican dinero y el presidente se opusiera a la intervención de la policía?
Nuestro sistema presidencial fue diseñado para que el presidente fuera el eje del sistema político. Él tiene el bono democrático. Se vota por él y no por el fiscal. En Alemania, España, Estados Unidos, Francia, el Reino Unido y otros países desarrollados, el fiscal es designado con criterio político.
“Pero el presidente puede abusar de la PGR”, protestan las ONG. Con este argumento, sin embargo, habría que pugnar, también, por un secretario de la Defensa, un secretario de Marina y un secretario de Hacienda autónomos. A quien debe acotarse mediante leyes e instituciones eficaces es al presidente.
Combatir la corrupción podría resultar más simple con una fiscalía especializada en perseguir la criminalidad gubernamental. Esta sí tendría que ser independiente del titular del Ejecutivo y del fiscal general; podía estar apuntalada por un consejo ciudadano y, en casos contados, podría recurrir a la fuerza pública. Con ella, al ius puniendi sólo se le impondría una modalidad para los casos de criminalidad gubernamental. No más.
Antes que por una Fiscalía General Autónoma, debemos esforzarnos por la autonomía técnica de cada agente del MP (que no tendremos mientras subsista la infame fracción 13 del apartado B del 123 constitucional), por un servicio de carrera que haga atractiva la profesión de policías, peritos y fiscales y por la homologación de salarios respecto a los jueces, que ganan cuatro veces más que un fiscal… Si hay voluntad política, pueden lograrse resultados espectaculares.