IMPULSO/ Agencia SUN
México
En las estrechas y empedradas calles del barrio de San Ángel hay una casa que se levanta sobre una base de apenas 190 metros cuadrados de un terreno que, hace casi 10 años, motivado por la cultura japonesa, Felipe Leal vio como una joya sin desperdicio sobre la que construyó su hogar, un refugio urbano de tres niveles abrazado por la naturaleza, que inspira la emoción y la introspección en medio de una ciudad que se resiste a descansar.
Desde esa, su tranquila trinchera en la que se escucha el cantar de las aves y cuya orientación hacia el sur le permite estar iluminada todo el día, uno de los urbanistas mexicanos más influyentes de la actualidad hace memoria sobre su infancia, juventud y cómo llegó a convertirse en el “victimario” de personajes como Gabriel García Márquez, Vicente Rojo, Juan Villoro y otros célebres habitantes de la ciudad; victimario de cientos de miles de transeúntes cuando, por una afortunada coincidencia, fue capaz de impactar en la manera de caminar y concebir esta urbe llena de historia y vida.
Este capitalino de 60 años, que recientemente decidió quitarse el bigote que ha usado toda la vida, hace uso de su impecable sentido del humor y se ríe porque recuerda que le han pedido que ya no use para ilustrar sus artículos y otras publicaciones las habituales fotografías en las que todavía presume ese mostacho que fue parte de su personalidad desde la juventud. Se sienta en su sala, frente a enormes libros que hablan sobre Brian Nissen, Woody Allen y Andréi Tarkovski, cruza la pierna, ordena un café, echa un vistazo a su terraza rematada con una escultura de Jorge Yázpik y reflexiona sobre su estilo de trabajo. “En mis espacios lo que busco siempre son lugares de remanso”, dice, y sonríe cuando recuerda que en la reciente presentación del libro “Felipe Leal” —que recopila lo mejor de su obra pública y privada—, en el Museo Universitario de Arte Contemporáneo, Villoro dijo que “su arquitectura es la única forma del arte dentro de la cual se vive”.
Luego se acuerda con cariño de García Márquez, para quien diseñó su casa en 1988 y su estudio en 2005. “Lo que me dijo el buen Gabo fue de lo más elogioso: ‘Soy tu víctima. Estoy atrapado. No tengo ningún deseo de salir al exterior. (Aquí) me siento tan a gusto como para ponerme a trabajar o simplemente a contemplar’”. Y es que Felipe Leal se asimila “casi como un sastre, como un psicoanalista” que establece un vínculo interpersonal con sus “víctimas”, interpreta sus sueños y anhelos, y los materializa a través de su arquitectura que más bien es, como bien dice, porosa, un homenaje al entorno natural o urbano en el que se edifica.
A Felipe le gustó eso de que sus clientes se conviertan en sus “víctimas” y ellos, desde que supieron que se les había bautizado así por una puntada del Premio Nobel colombiano, adoptaron ese mote con todo gusto. Carmen Boullosa llama “gramática felipelealiciense” a la manera de proyectar de este hombre de porte cosmopolita… con o sin bigote. Esta escritora y “víctima” también acudió recientemente al MUAC a la presentación del libro y dijo que “en mi larga lista de ‘tedebos’ a Felipe Leal está el vivir en mi casa que es su casa, una que él me leyó”.
Felipe y su ciudad
Felipe Leal es un hombre de a pie, o al menos de bicicleta. No es muy asiduo de encerrarse en el coche. Trata de evitarlo lo más que puede. Ciudad a la que va, ciudad que camina de cabo a rabo. Viajar es una de sus grandes pasiones. Ha recorrido gran parte del mundo y de México. Sin importar lo intrincada que pueda ser una ciudad, él la camina; habla de Guanajuato, San Cristóbal de las Casas, Zacatecas, Taxco.
Se sabe de memoria las colonias de la Ciudad de México y las enlista en orden de ubicación, de Sur a Norte, de Oriente a Poniente, cada una de las que se alimentan de las más emblemáticas vías: Insurgentes y Paseo de la Reforma, esas “columnas vertebrales que van estructurando órganos” con su propio orden social, su historia y arquitectura.
Felipe nació en el Hospital Reforma, un sanatorio pequeño sobre el Paseo del mismo nombre. Para él, esa avenida es el verdadero centro de la Ciudad de México, un centro lineal que alimenta a toda la urbe, donde se concentra gran parte de la actividad laboral, financiera, cultural y de entretenimiento. “Haber nacido allí me dio una condición urbana muy marcada”, reflexiona. Su infancia en la colonia Condesa también condicionó su vocación. “Crecí en la calle de Mazatlán. Jugaba mucho en la banqueta. La calle era como el patio. Mi papá nos llevaba a la iluminación decembrina y esa visión de ciudad siempre me llenó mucho”.
Ser el menor de siete hermanos lo obligó a jugar solo la mayor parte del tiempo porque recuerda con humor que ninguno estaba interesado en el más pequeñito. “Me ponía a hacer ciudades con lo que tenía a la mano: cajas de cartón, popotes, plastilina, cachos de madera. Construía una especie de maquetas. Siempre tuve esa vocación de organizar, de coordinar y entrelazar”. Entonces llegó el día: “Mi papá (Juan Leal) me preguntó qué quería ser de grande y le respondí contundente que quería ser arquitecto”. Y, efectivamente, se convirtió en un arquitecto social por imitación.
“Mi padre se quedó huérfano muy joven. Eso lo obligó a abrirse camino en la vida desde los 14 años, enfrentarse a muchas adversidades y conocer una realidad más amplia. Nos hizo ver sin prejuicio cualquier diferencia de carácter social, reconocer y ser sensibles ante las carencias, ante la gente humilde; a siempre tratar de igual a cualquier persona. Y no nos lo decía, sino que actuaba. Eso mismo también me permitió conocer sin prejuicios muchos barrios de la ciudad que él frecuentaba para caminar o por su profesión. Los veía con mucha naturalidad”, evoca.
A la Universidad Nacional Autónoma de México, su alma máter, le ha sabido retribuir. Su relación con la máxima casa de estudios ha perdurado. Una vez que se tituló, se incorporó como docente con el afán de seguir aprendiendo más que de instruir. “Uno no deja de aprender nunca”, reflexiona. Ha sido director de la Facultad de Arquitectura en dos periodos y fue responsable de la gestión para que Ciudad Universitaria sea considerada por la UNESCO como Patrimonio Cultural de la Humanidad. Además es la mente detrás de la icónica rampa en espiral que conecta la estación del Metrobús con el campus. Producto de estas experiencias, fue llamado a colaborar con el gobierno de la ciudad para iniciar un proyecto que atiende el deterioro de las plazas públicas, de los jardines y las plataformas peatonales.
Transformar el entorno
“Las ciudades se hacen con el tiempo, no son estáticas. Si una ciudad no se rejuvenece, no se renueva, se muere. Y la Ciudad de México, como una megalópolis, no puede estar ajena a eso”, reflexiona quien también es responsable del más impactante cambio de rostro del centro de esta ciudad en las últimas décadas: la transformación del corredor peatonal Madero, la remodelación de la Plaza de la República y la recuperación de la Alameda Central.
El arquitecto se pone cómodo en la silla, pide “otro cafecito” y, con el rostro travieso de quien ha conservado el mejor secreto y está a punto de revelarlo, adelanta que va a contar la anécdota sobre cómo surgió la idea de convertir la calle de Madero en el icónico corredor que es hoy en día:
“Yo le hice la propuesta a Marcelo Ebrard. Íbamos sobre el trolebús. Se estaba probando el Corredor Cero Emisiones y, por fortuna, se desconectó el cable exactamente en la perpendicular de Eje Central y Madero. Yo estaba junto a Marcelo; veníamos conversando sobre la ciudad. Entonces, al detenerse, vi la calle de Madero en eje y le dije, creo que de una forma muy categórica, con pleno convencimiento: ‘Esa calle tiene que ser peatonal’. Se me quedó viendo con sorpresa, reaccionó con mucha sensibilidad y me dijo: ‘Preséntame la propuesta la semana que entra’. Ni tardo ni perezoso, me fui con mi equipo de trabajo y le dije: ‘¡Señores, hay que hacer un levantamiento y una propuesta!’”.
Asegura que “lo que vemos los arquitectos es cómo se comportan los espacios y qué quieren ser”. Quedar atrapado por largos ratos sobre su coche en esta calle del Centro Histórico le sirvió para resolver que la avenida que conecta a la Plaza de la Constitución con la Alameda Central suplicaba su renuncia al paso de vehículos.
Culminar esta transformación le tomó al arquitecto y a su equipo entre ocho y 10 meses. Dice que “así como Gabriel García Márquez no quiso salir de su espacio, ahora la gente no quiere dejar de caminar por Madero. Actualmente la recorren 200 mil personas diarias”. Y bromea: “La calle es víctima de su propio éxito”.
El rescate de la Plaza de la República y de la Alameda fue una labor titánica que transformó la forma de vincularse de los habitantes con el centro de la ciudad. Estas intervenciones fueron parte del proyecto urbano para conmemorar el Bicentenario del inicio de la Independencia de México y el Centenario de la Revolución Mexicana. “Nos encontramos con una Alameda destruida, abandonada, mal utilizada y con una calle de Madero que no explotaba su potencial. Lo mejor era renovar los espacios públicos que dignificaran lo que había sucedido en la ciudad, durante 200 años. La idea no era rescatar nada más un monumento y una plaza, sino hacer una detonación urbana para mejorar una parte central de la ciudad”, nos cuenta.
Ahora, con estos dos kilómetros peatonales entre Insurgentes y el Zócalo capitalino se propicia una menor presencia de automóviles. “Se trata de unir barrios, de tejer la ciudad”, dice y está convencido de que a pie se goza más de la ciudad. Este hombre dice amar tanto a su país que por nada se marcharía de él; que disfruta de pasear en bicicleta por Chapultepec, por Reforma y por las mismas referencias que en su infancia lo motivaron a convertirse en el arquitecto tan relevante que es hoy en día.