IMPULSO/ Octavio Rodríguez Araujo
El tres de enero de 2013 escribí en estas páginas lo siguiente: “He releído una vieja novela de Jack Hoffenberg titulada No siembres con odio (Brugera, 1967) que […] nos propone estrategias relacionadas con el crimen organizado llevadas a cabo en una pequeña población del sureste de Estados Unidos. Los habitantes de clase media y alta del lado norte del río se quejaban de la delincuencia callejera que inhibía seriamente su seguridad en sus casas, en la calle y en locales comerciales. Los líderes de la ribera norte del río discurrieron que para que la cuña apriete debe ser del mismo palo (o su equivalente en inglés), y escogieron como jefe de la policía a un joven ambicioso muy popular entre los pobres de la ribera sur del río, donde estaban los prostíbulos, las casas de juego clandestino, los principales antros de la región y los capos del crimen.
El joven jefe de policía lo primero que hizo fue reunirse con los principales jefes de la delincuencia. Acordaron más o menos lo siguiente: sus actividades ilícitas continuarían, pero con orden y bajo estricto control: uno o dos burdeles y cero prostitución callejera, una o dos casas de juego y en relación a las drogas cero distribución pública y descontrolada. A cambio de esa tolerancia, que por cierto existe en casi todos los países del mundo, los grandes capos de la región se encargarían de impedir la inseguridad de los habitantes de esa zona y todos contentos. Me quedé pensando […] que quizá algo parecido podría hacerse en México, pues finalmente los negocios ilícitos siempre existirán. Cuernavaca, por ejemplo, era más segura cuando el “jefe de jefes” estaba vivo. ¿Qué había detrás de él o de otros? ¿Qué tratos había hecho el gobierno con él o con otros? No lo sé, pero sí me consta que antes íbamos a cenar o a un bar y salíamos muy tranquilos para irnos a casa incluso con la ventana del carro abierta. Ahora no. Gracias a Calderón y su cacería de los verdaderos capos del crimen organizado ahora hay muchas cabezas, más improvisación y mayor peligro e inseguridad en todos lados”.
De entonces a la fecha, Peña Nieto siguió la misma política de Calderón y la inseguridad, los crímenes y el tráfico de drogas, de armas y de personas han aumentado. Es evidente para mí que esa estrategia no ha funcionado y que, así como la prostitución ha subsistido desde que se tiene memoria y que por más que es combatida continúa hasta hoy, el tráfico de drogas ilegales, mientras haya demanda, continuará existiendo por más que lo persigan.
Si se ha optado por tolerar la prostitución, a veces bajo ciertos controles, ¿por qué no hacer lo mismo con el tráfico de drogas que, por cierto, en su mayor parte va a Estados Unidos y no al consumo nacional en México?, ¿por qué no aventarle la pelota al vecino país del norte y que ellos busquen la manera de que sus ciudadanos disminuyan la demanda de drogas que se producen en México o pasan por nuestro país? Si acá hay capos de la droga, que sí los hay, ¿cómo debemos denominar a los enlaces de Estados Unidos que se encargan de comprarla y distribuirla en ese país?, ¿’dealers’, ‘brokers’?, ¿cuántos ‘dealers’ o ‘brokers’ detienen las autoridades del vecino país anualmente y cómo se llaman o cuáles son sus alias?, ¿allá los toleran y hacen acuerdos con ellos y nosotros ni nos enteramos?, ¿nos van a decir que en EE.UU. no hay equivalentes a nuestros mafiosos?, ¿en Europa y en Asia tampoco?, obviamente que tienen que existir, si no, ¿quién distribuye allá la droga y quién llena burdeles de indocumentadas de diversos países? y qué decir del tráfico ilegal de armas que es el principal negocio en el mundo.
No cometamos el error de ser más papistas que el papa o más moralistas que Savonarola, lo que a los mexicanos nos interesa realmente es que podamos salir a las calles sin miedo y no que los gringos compren coca, opio, anfetaminas y demás. Que cada quien atienda su juego: el nuestro es la paz interior, el control de la criminalidad, la circulación por calles y carreteras sin peligro de ser asaltados o secuestrados, el poder ir a un antro sin que llegue alguien a ametrallar a los parroquianos, el poner un negocio sin tener que pagar derecho de piso o protección de una banda contra otra. Si el ejército, la marina y las policías no pueden es porque los gobernantes cometieron un error que quién sabe si pueda revertirse: descabezaron los grandes cárteles y con ello dejaron que otros, menos expertos y más inmaduros, pelearan por las plazas, sembraran el terror a su alrededor y convirtieran a gran parte del país en zonas de guerra entre ellos y contra las fuerzas del orden. Estos nuevos delincuentes no tienen ya quien los controle como ocurría en los tiempos de los grandes capos que bien decían que lo suyo era el negocio de la droga y no el crimen por el crimen mismo. Los gobernantes sacaron, si se me permite la metáfora, la pasta de dientes y ahora no saben cómo volver a meterla. Y tal vez nadie sabe si se pueda lograr. Pero habrá que idear otra estrategia y no seguir con la misma que, lo hemos visto, no funciona.
Lo que han estado haciendo los gobiernos de Calderón y Peña es tratar de quedar bien con Washington haciendo lo que los gringos no hacen en su propio país, pero el costo de esa política lo paga el pueblo de México, tanto en miedos y vidas como financiando más armamento y más efectivos en los cuerpos castrenses y policiacos que, por lo visto, no tienen límites.
Osorio Chong diría que establecer acuerdos con los capos de las mafias, que para el caso tendrían que ser con los más poderosos, sería poner al gobierno en calidad de cómplice del crimen organizado. No es del todo cierto. Es reconocerlos como una realidad y buscar soluciones a la inestabilidad e inseguridad que vivimos en el país, igual o parecido al establecimiento de zonas de tolerancia para la prostitución como había antes y quizá todavía en algunas ciudades. Complicidad sería que los funcionarios públicos (civiles o militares), comenzando por los de más altos niveles, saquen ventajas económicas de esos acuerdos y que reciban “regalitos” de los gánsteres.