IMPULSO/ Carlos M. Urzúa
Han vuelto a México los tiempos políticos de la incontinencia verbal. Aunque ahora los insultos son menos metafóricos, por calificarlos de alguna manera, que antes.
Los dedos flamígeros ya no señalan, por ejemplo, a los “emisarios del pasado”, como hacían los dedos índices de tantos políticos que en su tiempo le rindieron pleitesía a Luis Echeverría Álvarez. Los políticos de hoy, muy atentos a lo que dice el presidente, se limitan a incriminar a sus opositores con una sola palabra: “neoliberales”.
Como consecuencia de ello, esta palabra se escucha ya en todos los rincones de México, tanto así que ya la aprendieron hasta los pericos. En verdad es extraño lo anterior, no lo de los pericos, sobra precisar, sino más bien el empleo mismo de la palabra “neoliberal” como un insulto. De hecho, como veremos, bien podría ser el caso que la economía mexicana acabe siendo tan neoliberal en 2024 como lo fue en 2018, si no es que más.
¿Qué es el neoliberalismo? Una introducción al respecto la ofrece el libro Historia mínima del neoliberalismo (El Colegio de México, 2015) del notable ensayista mexicano Fernando Escalante. Pero, a falta de espacio para citarlo, aquí se señalan algunos episodios de la historia económica mundial para dar una breve idea al respecto. Como se recordará, el liberalismo económico comienza a diseminarse por el mundo a fines del siglo XVIII y llega a su apogeo en la primera década del siglo XX. El avance de ese capitalismo a ultranza se comenzó a aletargar, sin embargo, con la Primera Guerra Mundial, para finalmente pararse en seco tras una crisis económica tan virulenta a nivel mundial que acabó siendo llamada la Gran Depresión. Esta gran contracción económica comenzó en 1929 y prosiguió de manera intermitente hasta fines de los treinta.
Fue el gran economista británico John Maynard Keynes quien muy pronto dio con el mayor factor que explicaba la erupción de esa crisis económica: el incremento significativo de la producción mundial no había sido acompañado por un incremento similar en el consumo. En particular, aseguró Keynes, cuando la crisis hizo erupción los gobiernos erraron al no incrementar de manera sustantiva el gasto público para salir del atolladero. Estudios posteriores confirmaron su teoría, pero agregaron a esa política fiscal contractiva otros dos factores que estuvieron también presentes: una política monetaria igualmente restrictiva y una regulación muy laxa del sistema financiero internacional.
Franklin Delano Roosevelt, quien fue presidente de los Estados Unidos de 1933 hasta su muerte en 1945, aprendió pronto la lección y, de manera un tanto sorprendente, logró convencer a los habitantes de su país para que suscribieran un nuevo acuerdo político (el llamado “New Deal”). Esto permitió al gobierno federal de Estados Unidos una mayor capacidad de injerencia pública, la cual muy pronto se manifestó a su vez en nuevas regulaciones financieras, en nuevas leyes laborales y en un mucho mayor gasto público en infraestructura.
Es muy importante para nuestra discusión posterior el señalar que a la par de ese mayor gasto público estadounidense se dieron también mayores tasas impositivas. De un máximo de 25% en el impuesto al ingreso de las personas a principios de la Gran Depresión, se acabó con una tasa máxima de 63% a fines de los treinta. Y ésta se fue a las nubes, ¡a 94%!, durante la Segunda Guerra Mundial. En las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta esa tasa máxima fue disminuida, pero nunca a menos de 70%. Hay que recordar también que, en las tres primeras décadas de la posguerra, ese gran fortalecimiento de la hacienda pública no se dio solo en Estados Unidos, sino también en Canadá y en toda Europa. Más no en Latinoamérica, y sobre todo no en México. Aunque hubo a principios de los sesenta un intento fallido de una gran reforma tributaria.