Gabriel Guerra Castellanos
Una vez más, una caravana de migrantes provenientes de Centroamérica coloca al
gobierno de México ante una irresoluble disyuntiva: impedir su paso hacia la
frontera con los Estados Unidos de América o pagar el doble costo de, por un
lado la amenaza siempre latente de imponer aranceles de Donald Trump, y de la
muy vocal y notoria reacción de muchos mexicanos que no ven con buenos ojos la
entrada, tránsito o permanencia de los centroamericanos.
En unos años, la opinión pública ha dado un giro notable y para mí muy triste:
de la bienvenida casi incondicional y el apoyo generoso a migrantes, nos
encontramos con un rechazo creciente que se expresa en las plazas de las
localidades que se han vuelto de tránsito, en los discursos de políticos
oportunistas que ven ahí un atractivo chivo expiatorio o una raja electorera, y
también en las cada vez menos benditas y cada vez más intolerantes y odiosas
redes sociales en las que se da vuelo a prejuicios y xenofobia y también, para
ser justos, a justificados temores y preocupaciones.
Continúan, por supuesto, esfuerzos loables para apoyar a los migrantes. Tanto
en las rutas como en los albergues o los puntos de cruce fronterizo hay manos y
voces activas en defensa de sus derechos, de su dignidad. Pero se enfrentan a
una decisión casi visceral del presidente estadounidense, que quiere pasar a la
historia como quien puso fin a lo que él llama la “migración descontrolada
y masiva”. Y de la mano de esa decisión de Trump está la respuesta casi
obligada, forzada, de El Salvador, Guatemala y México para colocar diques a la
oleada migrante.
Las posturas al respecto de muchos personajes han cambiado, se han invertido.
Algunos que antes abogaban por trato digno y libre tránsito hoy aplauden las
acciones de la Guardia Nacional para impedir el paso de las caravanas. Otros,
por el contrario, que antes defendían la necesidad de tener flujos migratorios
ordenados y una frontera sur controlada ahora condenan los actos de la
autoridad.
Como siempre, la verdad no se encuentra en los extremos, sino en algún lugar en
el medio de los argumentos facciosos.
México siempre tuvo una política de brazos abiertos a la migración, en parte
por sus orígenes y por un imperativo de elemental congruencia: un país que ha
orillado a decenas de millones de compatriotas a emigrar y que siempre ha
exigido para ellos trato humano y justo no puede tener el cinismo, la cara
dura, de ahora volverse cerrojo y mano de hierro ante quienes les toca hoy huir
de la violencia, la miseria, la inseguridad de sus sitios de origen. Y para
quienes hoy se desgarran las vestimentas por el hecho de que los migrantes
formen caravanas, el simple recordatorio de la absoluta indefensión a la que
están sujetos los que viajan solos.
¿Debe México controlar su frontera sur? Sin duda, pero el abandono histórico de
esa zona no se resuelve a golpe de contingentes policiacos o militares, sino
con políticas de largo plazo de ayuda económica, apoyo logístico y alternativas
de vida para quienes se ven obligados a abandonar sus hogares.
¿Tiene México alternativas hoy? Me entristece y me indigna reconocer que no.
Dada la profunda asimetría en nuestra relación con EU, nuestra dependencia
económica y comercial, Trump encontró fácilmente los tornillos que necesitaba
apretar para que sucesivos gobiernos mexicanos le ayudaran a cerrar la llave de
la migración centroamericana desbordada.
Me entristece y me indigna ver lo que está pasando. No estoy de acuerdo con la
decisión del cerrojo, pero reconozco que no hay en este momento opciones
viables, y menos con EU entrando de lleno a su proceso electoral.
Nunca más cierta la frase que da el título a este texto: estamos, como país,
entre la espada y la pared.