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IMPULSO/ Carlos Ravelo Galindo
Sor Juana Inés de la Cruz (I)

No hay muerto malo. Los vivos lo son. De quien debemos cuidarnos. Y más en éstas fechas. Nos dice doña María Luisa. Hablemos mejor de una ya fallecida, pero que sigue vigente.
Estamos seguros de que esta breve historia de Sor Juana Inés de la Cruz, como a nosotros, les cautivará. Así como un poema, al final.
Juana Inés de Asbaje y Ramírez nace en San Miguel de Nepantla, actual Estado de México, en 1651, y fallece en la Ciudad de México, en 1695, a los cuarenta y cuatro años). Es la escritora mexicana, la mayor figura de las letras hispanoamericanas del siglo XVII.
La influencia del barroco español, visible en su producción lírica y dramática, no llegó a oscurecer la profunda originalidad de su obra. Su espíritu inquieto y su afán de saber la llevaron a enfrentarse con los convencionalismos de su tiempo, que no veían con buenos ojos que una mujer manifestara curiosidad intelectual e independencia de pensamiento.
Niña prodigio, aprendió a leer y escribir a los tres años, y a los ocho escribió su primera loa.
En 1659 se trasladó con su familia a la capital mexicana. Admirada por su talento y precocidad, a los catorce fue dama de honor de Leonor Carreto, esposa del virrey Antonio Sebastián de Toledo.
Apadrinada por los marqueses de Mancera, brilló en la corte virreinal de Nueva España por su erudición, su viva inteligencia y su habilidad versificadora.
Pese a la fama de que gozaba, en 1667 ingresó en un convento de las carmelitas descalzas de México y permaneció en él cuatro meses, al cabo de los cuales lo abandonó por problemas de salud. Dos años más tarde entró en un convento de la Orden de San Jerónimo, esta vez definitivamente.
Dada su escasa vocación religiosa, parece que Sor Juana Inés de la Cruz prefirió el convento al matrimonio. Seguir en el gozo de sus aficiones intelectuales: «Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros», escribió.
Su celda se convirtió en punto de reunión de poetas e intelectuales, como Carlos de Sigüenza y Góngora, pariente y admirador del poeta cordobés Luis de Góngora (cuya obra introdujo en el virreinato).
Y también del nuevo virrey, Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna, y de su esposa, Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, con quien le unió una profunda amistad.
En su celda también llevó a cabo experimentos científicos, reunió una nutrida biblioteca, compuso obras musicales y escribió una extensa obra que abarcó diferentes géneros, desde la poesía y el teatro (en los que se aprecia, respectivamente, la influencia de Luis de Góngora y Calderón de la Barca), hasta opúsculos filosóficos y estudios musicales.
Perdida gran parte de esta obra, entre los escritos en prosa que se conservan está la Respuesta a Sor Filotea de la Cruz.
Explicamos, el obispo de Puebla, Manuel Fernández de la Cruz, había publicado en 1690 una obra de Sor Juana Inés, la Carta athenagórica, en la que la religiosa hacía una dura crítica al «sermón del Mandato» del jesuita portugués Antonio Vieira sobre las «finezas de Cristo».
El obispo había añadido a la obra una «Carta de Sor Filotea de la Cruz», es decir, un texto escrito por él mismo bajo ese pseudónimo en el que, sin desconocer talento de Sor Juana Inés, le recomendaba que se dedicara a la vida monástica, más acorde con su condición de monja y mujer, antes que a la reflexión teológica, ejercicio reservado a los hombres.

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