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En las Nubes

IMPULSO/ Carlos Ravelo Galindo
Manuel Becerra Acosta
Manuel Becerra Acosta firmaba en Uno más Uno, su periódico, una columna en primera plana “Y sin embargo…” Breve, muy breve, valiente, clara, verdadera. Pero sobre todo digna y con ética profesional.
Sin quererlo me lo recordó su hijo Juan Pablo Becerra-Acosta, en la suya “Doble Fondo”, de Milenio. Habla de periodismo prohibido. Que la concluye así:
“Muchos medios se han constituido en tribunales “populares”, y muchas columnas redactadas por supuestos periodistas se han erigido en mazmorras y patíbulos a la vez.
“Ejercer lo prohibido del periodismo (eso que se hace pasar por periodismo) es básicamente una deformación. Un descaro y una vergüenza”
Así pensaba y actuaba como hoy su vástago, en aquél Excélsior en donde llegó a ser subdirector general, hasta 1976. Murió en España, hace años. Pero se le recuerda con afecto inmodificable.
Y para no abundar, mejor hablemos de otro gran hombre. Uno de los escritores que entusiasma al Santo Padre, Papa Francisco. Es, en efecto, su paisano Jorge Luis Borges. Fue su amigo.
Hablemos pues de quien nació en Buenos Aires el 24 de agosto de 1899. Fue bilingüe desde su infancia ya que su abuela materna le hablaba en inglés. “Georgie”, como le decían en casa, tenía apenas seis años cuando dijo a su padre que quería ser escritor.
En 1910 aparece su primera publicación en el diario El País, de Buenos Aires, donde tradujo El príncipe feliz, de Oscar Wilde.
En 1914, el padre de Borges se jubiló debido a su ceguera casi total, por lo que la familia pasó una temporada en Europa. Sorprendidos por la guerra, se instalaron en Ginebra donde el joven Borges escribió algunos poemas en francés y cursó la preparatoria (1914-1918).
Vivió en España de 1919 a 1921 y dos años después la familia regresó a Buenos Aires. En 1923 publicó el poemario Fervor de Buenos Aires.
Algo de su prosa:
Alhambra
Grata la voz del agua a quien abrumaron negras arenas, grato a la mano cóncava el mármol circular de la columna, gratos los finos laberintos del agua entre los limoneros,
grata la música del zéjel, grato el amor y grata la plegaria dirigida a un Dios que está solo, grato el jazmín.
Vano el alfanje ante las largas lanzas de los muchos, vano ser el mejor. Grato sentir o presentir, rey doliente, que tus dulzuras son adioses, que te será negada la llave, que la cruz del infiel borrará la luna, que la tarde que miras es la última.
Alguien
Un hombre trabajado por el tiempo, un hombre que ni siquiera espera la muerte (las pruebas de la muerte son estadísticas y nadie hay que no corra el albur de ser el primer inmortal), un hombre que ha aprendido a agradecer las modestas limosnas de los días:
El sueño, la rutina, el sabor del agua, una no sospechada etimología, un verso latino o sajón, la memoria de una mujer que lo ha abandonado hace ya tantos años que hoy puede recordarla sin amargura, un hombre que no ignora que el presente ya es el porvenir y el olvido,
Un hombre que ha sido desleal y con el que fueron desleales, puede sentir de pronto, al cruzar la calle, una misteriosa felicidad que no viene del lado de la esperanza sino de una antigua inocencia, de su propia raíz o de un dios disperso.
Sabe que no debe mirarla de cerca, porque hay razones más terribles que tigres que le demostrarán su obligación de ser un desdichado, pero humildemente recibe esa felicidad, esa ráfaga. Quizá en la muerte para siempre seremos, cuando el polvo sea polvo, esa indescifrable raíz, de la cual para siempre crecerá, ecuánime o atroz, nuestro solitario cielo o infierno.
Antelación del amor.
Ni la intimidad de tu frente clara como una fiesta ni la privanza de tu cuerpo, aún misterioso y tácito y de niña, ni la sucesión de tu vida situándose en palabras o acallamiento serán favor tan persuasivo de ideas como el mirar tu sueño implicado en la vigilia de mis ávidos brazos.
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: Virgen milagrosamente otra vez por la virtud absolutoria del sueño, quieta y resplandeciente como una dicha en la selección del recuerdo.

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