IMPULSO/Carlos Ravelo Galindo
Los desdichados
Entendamos palmariamente que, de los cuatrocientos millones de latinoamericanos, más de la mitad vive pobremente. Esto significa la mayor vergüenza y el máximo fracaso de nuestro universo humano, cultural y étnico. Nos confirma nuestro amigo el médico Calderón Ramírez de Aguilar.
Somos países casi todos de habla hispana con pequeñas variedades, con creencias religiosas similares. Tenemos un Papa de origen argentino. Latinoamericano. Y amigo nuestro. Nuestros derechos deben ser similares a los de todo el mundo. Nadie debiera estar por encima de nosotros. Lo que se debe privilegiar es la igualdad de derechos y obligaciones. Nuestras instituciones tienden a ser casi todas similares. En suma, nuestra cosmovisión nos identifica como un enorme segmento de Occidente que lamentablemente constituye el más inculto, analfabeta, miserable y atrasado.
El polémico libro de Samuel Huntington intitulado, El choque de civilizaciones, no incluye a Latinoamérica como parte de Occidente. No sabe cómo situarnos, y eso que fuimos desovados por ellos.
El resto de los países del Norte siempre encuentra donde situarse, ya que o son hijos de Inglaterra o de Francia o de alguna otra nación. Esto no siempre será honroso, como en el caso de la formación de Estados Unidos de América a partir de la llegada del Mayflower.
Nuestro renglón latinoamericano está lleno de analfabetismo, carencia de servicios potable o la electricidad en sus viviendas informales ubicadas en barrancas y lugares insalubres.
Campesinos que cultivan la tierra con sus manos y malviven como en el siglo XIX. Hambrunas constantes, bajísimos salarios, hacinamiento, violencia que se incrementa día con día.
Drogadicción, desempleo y subempleo. Incremento de las infestaciones parasitarias y de las infecciones con alta mortalidad. La mayoría de estos pobres son niños. Esta gente ve a la economía informal como problema y solución y lucha por un pedazo de acera o una esquina para colocarse y vender sus productos.
Entendamos la realidad: los del Norte nunca nos consideraran hijos reales de Occidente sino sus bastardos. Así, como se oye. Porque las naciones ricas también tienen pobres, pero esos pobres no admiten comparación con los nuestros. Entre todos los forjadores de desdichados probablemente, y fijémonos bien, decimos probablemente, de los más perniciosos, y los mejor intencionados, sean algunos de la estructura religiosa.
Y la razón de esta dañina potencialidad radica en la capacidad que tienen como maestros de jóvenes y como orientadores de la opinión pública. A su gusto y satisfacción. Además, todo ello legitimado por los propósitos que los animan. Suelen ser hombres y mujeres bondadosos que buscan el bien común. Están llenos de buenos deseos. Gozan de un admirable espíritu de servicio. Aman a los seres humanos y quieren su bienestar.
Pero simultáneamente, y de manera contradictoria, sostienen ideas equivocadas mismas que defienden con la pasión de quienes se creen poseedores de la verdad final y absoluta. Son capaces de identificar correctamente los problemas, pero proponen modos contraproducentes de afrontarlos. No es una cuestión de maldad sino de ignorancia.
Esto en Latinoamérica es especialmente grave porque la Iglesia católica posee una indudable autoridad moral reflejada en acciones concretas que llevan tras de sí un peso que al aplicarse nadie lo puede superar.
Se les presume buena fe, que suelen poseer, y peso intelectual, tal vez menos abundante. Aunque parecen tener una sola voz en materia de análisis sociopolítico y económico, una cosa es lo que opinan los jesuitas, otra los legionarios de Cristo, otra el Opus Dei, otra los dominicos, otra los lasallistas, otra los carmelitas, otra los franciscanos, etcétera. Todo lo que dicen los obispos o las conferencias episcopales y cuanto dicen sobre cualquier cosa suele ser tomada por los fieles muy en serio.