IMPULSO/Carlos Ravelo Galindo
La casada infiel
Es cierto, todos caminan, pero pocos dejan huella, digo. La poesía es un don de la vida y más de la naturaleza, añadimos. Presentamos ufanos, “La casada infiel” de Federico García Lorca y otra más.
“Y que yo me la lleve al río creyendo que era mozuela, pero tenía marido. Fue la noche de Santiago y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas toqué sus pechos dormidos, y se me abrieron de pronto como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua me sonaba en el oído, como una pieza de seda rasgada por diez cuchillos
Sin luz de plata en sus copas los árboles han crecido, y un horizonte de perros ladra muy lejos del río.
Pasadas las zarzamoras, los juncos y los espinos, bajo su mata de pelo hice un hoyo sobre el limo. Yo me quité la corbata. Ella se quitó el vestido. Yo el cinturón con revólver, ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas tienen el cutis tan fino, ni los cristales con luna relumbran con ese brillo. Sus muslos se me escapaban como peces sorprendidos, la mitad llenos de lumbre, la mitad llenos de frío. Aquella noche corrí el mejor de los caminos, montado en potra de nácar sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre, las cosas que ella me dijo. La luz del entendimiento me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena, yo me la lleve del río.
Con el aire, se batían las espadas de los lirios. Me porté como quien soy. Como un gitano legítimo. Le regalé un costurero grande de raso pajizo, y no quise enamorarme porque teniendo marido me dijo que era mozuela cuando la llevaba al río”.
Muerto de amor
“¿Qué es aquello que reluce por los altos corredores?
Cierra la puerta, hijo mío, acaban de dar las once. En mis ojos, sin querer, relumbran cuatro faroles.
Será que la gente aquella estará fregando el cobre. Ajo de agónica plata la luna menguante, pone cabelleras amarillas a las amarillas torres.
La noche llama temblando al cristal de los balcones, perseguida por los mil perros que no la conocen, y un olor de vino y ámbar viene de los corredores. Brisas de caña mojada y rumor de viejas voces, resonaban por el arco roto de la media noche. Bueyes y rosas dormían.
Sólo por los corredores las cuatro luces clamaban con el furor de San Jorge. Tristes mujeres del valle bajaban su sangre de hombre, tranquila de flor cortada y amarga de muslo joven. Viejas mujeres del río lloraban al pie del monte, un minuto intransitable de cabelleras y nombres.
Fachadas de cal, ponían cuadrada y blanca la noche. Serafines y gitanos tocaban acordeones. Madre, cuando yo me muera, que se enteren los señores. Pon telegramas azules que vayan del Sur al Norte.
Siete gritos, siete sangres, siete adormideras dobles, quebraron opacas lunas en los oscuros salones. Lleno de manos cortadas y coronitas de flores, el mar de los juramentos resonaba, no sé dónde.
Y el cielo daba portazos al brusco rumor del bosque, mientras clamaban las luces en los altos corredores. Sólo por los corredores las cuatro luces clamaban con el furor de San Jorge.
Tristes mujeres del valle bajaban su sangre de hombre, tranquila de flor cortada y amarga de muslo joven. Viejas mujeres del río lloraban al pie del monte, un minuto intransitable de cabelleras y nombres.
Fachadas de cal, ponían cuadrada y blanca la noche. Serafines y gitanos tocaban acordeones. Madre, cuando yo me muera, que se enteren los señores.
Pon telegramas azules que vayan del Sur al Norte. Siete gritos, siete sangres, siete adormideras dobles, quebraron opacas lunas en los oscuros salones.
Lleno de manos cortadas y coronitas de flores, el mar de los juramentos resonaba, no sé dónde.
Y el cielo daba portazos al brusco rumor del bosque, mientras clamaban las luces en los altos corredores”.