IMPULSO/ Carlos Ravelo Galindo
La confusión
Buen regalo de los Reyes Magos: la confesión de los dos
El de los pinos que no pudo aprender y el nuevo “diplomático” que promete aprender porque tampoco sabe. Es de risa, respetuosamente la llamaríamos no confesión, sino confusión.
Mejor, para no confundirnos como los indecisos, aprovechemos un cuento de la escritora Rosa María Campos para disfrutarlo en esta fecha como un vaticinio.
Tiene la fantasía de alguien, como esta poeta, dedicada a la enseñanza. Y la agudeza del más allá. Así comienza:
“24 de diciembre, muy de mañana. Y Juan Antonio Molina, naolinqueño de prosapia, acariciaba su abundante y retorcido bigote pavoneándose por el centro de Naolinco, antes de salir con rumbo a Xalapa, capital del estado de Veracruz.
Las navidades en Naolinco, bello pueblo serrano, son húmedas, frías; con neblina densa y pertinaz chipi- chipi, que da lustre a sus callejones empedrados, por los cuales caminaba Juan Antonio enfundado en larga capa de negro paño y botines color naranja.
Él, guapo, alto, fuerte, en su mejor edad, sin duda era el partido más codiciado entre las casaderas de la región, pero tenía un gravísimo defecto: era avaro, supremamente avaro, de esos que andan sobre el último clavito oxidado en las banquetas. Vivía en las orillas del pueblo zapatero y esa mañana iría a Xalapa a comprar sus viandas para celebrar la navidad, como era su costumbre, en solitario.
Al anochecer, fatigado pero contento, regresó a su cabaña de la loma con una generosa dotación de carnes frías, aceitunas, quesos, piñones, nueces, orejones, vinos, tequilas, sidras y un apetitoso y bien cebado guajolote ahumado.
— Todo, todito para mí, hasta el último huesito. Sin mujer que me exija, ni perro que mendigue -pensaba para sí mismo el ranchero. Acariciaba su espeso bigote.
Con todo y sus riquezas Molina era incapaz de dar alguna limosna u ofrecer una rosa, a las muy guapas solteras de Naolinco. Bueno, ni siquiera de poner flores en la tumba de sus padres, señalada con una pobre y carcomida cruz de pino. Todo en él era atesorar y acumular: las palabras ofrecer y soltar no figuraban en su muy particular diccionario.
Así era este personaje, quien, cargado de apetitosas viandas y finos licores, se aprestaba al anochecer abrir los múltiples cerrojos de su portentoso zaguán de caoba cuando escuchó voces requiriéndolo:
— Juan Toño, Juan Toño.
Molina, contrariado, reaccionó instintivamente y escondió las viandas bajo su grueso capote e interpeló con amedrentador vozarrón:
— ¿Quiénes son ustedes?, ¿qué buscan? Estoy ocupado.
Pero esto no arredró a los inesperados visitantes que seguían acercándose empuñando unas antorchas mortecinas en gran vocinglería:
-Invita Juan Toño, invita.
Molina, a punto de estallar, iba a emprenderla contra los merodeadores, pero en ese preciso momento las antorchas dejaron ver los rostros de los inesperados visitantes y Molina se petrificó:
Todos y cada uno de ellos eran conocidos de Juan Toño, pero todos y cada uno de ellos habían muerto en diferentes épocas y circunstancias. Allí estaba Faustino, el ex presidente municipal muerto por fulminante pulmonía.
Él era el líder del festivo grupo de ultratumba. Junto a él, borracho como de costumbre, Crescencio, el notario, quién llegó al “más allá” aplastado por su propio caballo. Migue y su guitarra. Este difunto fue asesinado por un celoso marido. El más gritón Pedro, su medio hermano, ahogado en la cascada de Naolinco abrazaba pecaminosamente a Julia, la solícita mesera desaparecida en el puerto de Veracruz.
También “La Leona” junto a su comadre Guillermina, a ellas la fiesta no les alcanzó mientras vivieron. Y muchos otros desaparecidos y desparecidas, por los malandros, que formaban un coro parlanchín, exigente… y difunto.
-Ahora sí Molina, te toca invitar -dijo uno- y otro agregó: — Hasta que vamos a cortar un nopal de tu jardín.
Entretanto, el presidente municipal determinó solemne: — Compañero Molina, esta noche hemos decidido por unanimidad de votos invitarnos a tu cena de navidad -se escucharon ensordecedores aplausos y vítores”. También los Magos de Oriente aplaudieron a Rosa María, como yo.