IMPULSO/Arturo Sarukhán
Artículo
Durante décadas, los ciclos político-electorales de muchas naciones se definieron en torno a visiones contrastadas del futuro. Pero en la segunda década del siglo 21, con la amenaza de una amplia recesión democrática global y el reto de una especie de internacional chovinista, el espectro político parece estar siendo definido por la nostalgia. En este nuevo desorden democrático, ésta, vertebrada a través de la política del resentimiento, identidad y el nosotros contra ellos, ha reemplazado al optimismo. De todos los retos que hemos vivido en el año que termina, pocos como el peligro que engendra el alcahueteo de la nostalgia.
El liberalismo construyó el mundo moderno, pero hoy el mundo le está sacando los ojos. Las normas que sustentaron la consolidación democrática liberal no están diseñadas para las realidades del sistema internacional contemporáneo. En distintas regiones, el contrato y cohesión sociales que alguna vez cobijaron el consenso político han sido severamente erosionados como resultado del efecto dual del colapso de instituciones que ahondaban la socialización y el surgimiento de prácticas polarizantes. Los medios hoy funcionan como silos de comunicación y resonancia con segmentos sociales e ideológicos acotados. Y la creciente distancia histórica con las experiencias del fascismo y el comunismo parece estar abonando la indiferencia por la democracia liberal de pesos y contrapesos y el entusiasmo por alternativas autoritarias y populistas. Paradójicamente, en lugar de la impaciencia de los jóvenes, las democracias están bajo asalto por la intransigencia de los adultos, convencidos por políticos inescrupulosos y demagogos de que se puede regresar a un pasado mítico de oro. La nostalgia de hoy se ha convertido en motor del nacionalismo, nutriéndose de las inseguridades económicas y culturales -expresadas sobre todo en la migración y en una seguridad equiparada con cohesión étnica- que la globalización genera. Y es que el cambio demográfico y la inmigración representan un desafío toral a los conceptos establecidos de identidad y jerarquías sociales preexistentes. Miramos hacia atrás en busca de una identidad segura. Y esa nostalgia es usada -por políticos que fomentan la división frente a quienes buscan nutrir nexos- para propalar el paradigma de sociedades cerradas como receta para minar a sociedades abiertas, ignorando de paso que a lo largo de la historia, el éxito de las sociedades ha dependido de conexiones humanas, y que el nacionalismo y populismo – antitéticos al pluralismo- ineludiblemente han demostrado aumentar la desigualdad y la exclusión social. Hoy la izquierda parece estar menos enfocada en la igualdad económica y más en la promoción y articulación de los intereses de una amplia gama de grupos percibidos como marginalizados. La derecha, mientras tanto, menos preocupada por su demanda tradicional a favor de mayor libertad, está obcecada en presentarse como el pilar del nacionalismo, buscando preservar la identidad tradicional anclada en raza, etnicidad o religión.
La lección cara a 2019 debiera ser evidente. El desplazamiento cultural, disfrazado de erosión de la identidad, ansiedad económica o seguridad fronteriza, está afectando la cohesión social en muchos rincones del mundo con electorados hoy más polarizados en torno a la definición de identidad y el valor de la diversidad que en cualquier otro momento en memoria reciente. Los demagogos siempre ganarán cuando el argumento se enmarque por la nostalgia y la identidad; pero la seducción de un pasado mítico no permite construir futuros posibles y no debemos dejar que confronten el futuro con el pasado y la nostalgia convertida en dictadura. Son las expectativas truncadas más que la pérdida de confort material lo que está turbocargando la política de la nostalgia. No podemos dar al electorado opciones de política pública como si estuviesen escogiendo entre Pepsi o Coca Cola, y la ausencia de ideas de calado no puede esconderse detrás de un torbellino de ideas chiquitas. La izquierda y derecha liberales tienen que articular un mensaje y narrativa sobre el futuro lo suficientemente poderosos como para reclamar la mirada colectiva de los votantes, buscando reconciliar a sociedades abiertas con la equidad. Los demagogos nativistas no pueden ganar; la historia nos muestra que cuando así sucede, las cosas acaban mal. ¡A las trincheras en 2019!