IMPULSO/ Jan Jarab
En cada sociedad hay varias tradiciones, unas buenas y otras no tanto. En México, una de las fuertes tradiciones que es necesario eliminar es la del patriarcado, pues genera profundas injusticias y discriminación. Se manifiesta en varias formas, entre ellas la violencia basada en el género y las persistentes obstrucciones en la garantía de los derechos a la salud sexual y reproductiva, que son otras formas de la misma violencia.
Entendemos que el tema de derechos sexuales y reproductivos genera controversias y que se requiere valentía política para abordarle. También entendemos que las discrepancias en valoraciones morales persistirán cualquiera que sea la definición legal. Pero nada de eso puede excusar las injusticias que resultan de la actual situación en México.
Son víctimas de injusticia patriarcal las niñas y adolescentes embarazadas por violación, enviadas a “albergues” de carácter religioso donde están privadas del acceso al aborto y, de hecho, privadas de libertad, mientras los perpetradores siguen libres. Son víctimas de injusticia las mujeres encarceladas, en los casos más crueles cuando sufrieron un aborto espontáneo. Y sí, es injusticia que tantas mujeres, adolescentes y niñas tengan que arriesgar su salud y su vida en abortos clandestinos.
También es arbitrario que lo que en un estado es legal en otro sea ilegal y penalizado. Además, como es sabido, hay una fuerte dimensión de discriminación socioeconómica. Las mujeres que son encarceladas por abortar son las que viven en la pobreza. Las mujeres de clase media que viven en estados con poco acceso al aborto pueden buscarlo en la Ciudad de México, pero aquellas que viven en condiciones desfavorecidas no tienen esta opción.
Es un asunto de derechos humanos. Los mecanismos internacionales lo han reconocido como tal. En la última revisión periódica de México, el Comité para la Eliminación de la Discriminación de la Mujer recomendó a México que “ponga mayor empeño en acelerar la armonización de las leyes y los protocolos federales y estatales sobre el aborto para garantizar el acceso al aborto legal y, aunque no haya sido legalizado, a los servicios de atención posterior al aborto”.
México recibió recomendaciones en este sentido, por ejemplo, que se asegure “la armonización de los códigos penales de todos los estados para que las mujeres puedan acceder a la terminación legal, sin riesgo y voluntaria del embarazo, y garantizar el suministro de los servicios médicos correspondientes”. El Estado mexicano aceptó estas recomendaciones y rechazó la recomendación de la Santa Sede de proteger la vida desde la concepción. Esta reacción es esperanzadora, así las declaraciones en ese sentido por parte de la Secretaría de Gobernación, Olga Sánchez Cordero.
Sin embargo, al mismo tiempo se están adoptando a nivel estatal —por ejemplo, en Nuevo León— medidas en el sentido contrario. ¿Se elige, entonces, el camino que recomiendan las instancias internacionales, uno que han tomado muchos otros países en las últimas décadas, privilegiando la dignidad, la seguridad y la salud de las mujeres o vamos a construir nuevas cárceles para mujeres? ¿O se trata de simplemente mantener la realidad contradictoria que impera hoy?
Si el México del siglo XXI quiere dejar atrás la nefasta tradición de injusticias y de discriminación, no puede excluir a las mujeres y niñas. Si verdaderamente queremos transformar la sociedad, los derechos de mujeres y niñas tienen que ser prioridad.