IMPULSO/ Manuel Gil Antón
Analista político
La manera en que se conciba a los docentes, en los proyectos educativos, no es un asunto menor. Todo lo contrario: es crucial. Dilucidar cómo se les ubica en el proceso formativo de las nuevas generaciones, es revelador de las ideas que, sobre la educación en el país, tienen sus gobernantes. Y esto se expresa de manera sustantiva, en el texto constitucional que guía a la educación en el país: el artículo 3º.
¿Cómo y dónde aparece el magisterio si comparamos la iniciativa de reforma educativa que derivó del Pacto por México, en 2012, con la que envió el Presidente al congreso, a finales del 2018, y ahora se discute?
En la del 2012, aparecen por primera vez los docentes (y no ellos, sino “su idoneidad”) entre el listado de elementos que el Estado ha de manejar para garantizar “el máximo logro de aprendizaje de los educandos”: en el mismo nivel que los materiales y métodos educativos, la organización escolar y la infraestructura. Es la primera propuesta de cambio que realizan, en relación con “la calidad en la educación obligatoria”. Son objetos de la acción estatal en la materia.
En la actual, se les nombra vinculados a las niñas, niños y jóvenes: al afirmar que en ellos radica “el interés supremo de la impartición de educación por parte del Estado (…) asumiendo el magisterio su función de agente primordial de la transformación social”. Son sujetos en la tarea y, para que sea de manera adecuada, cuentan con derecho a “acceder a un sistema permanente de actualización y formación continua” para que contribuyan a cumplir “los objetivos y propósitos del sistema educativo nacional, así como a que sea reconocida su contribución a la educación”.
Hace seis años, la siguiente mención al magisterio ocurre cuando se determina cómo han de ingresar al servicio (por concurso de oposición), y que ya dirá la Ley respectiva cómo ha de ser el modo de promoverse, tener reconocimientos y permanecer o ser despedidos. Otra vez son vistos como recursos de un procedimiento a regular, que, por cierto, y dicho sea de paso, nunca se cumplió: la examinación sin cesar y masiva es cualquier cosa, menos lo que corresponde a un concurso de oposición en serio.
Ahora, y de inmediato a lo antes dicho, se sugiere que una Ley específica defina “los requisitos y criterios” de lo que enuncia como Servicio de Carrera Profesional del Magisterio -a cargo de la Federación- para que favorezcan “la equidad educativa, la excelencia de la educación y el desempeño académico de los educandos”. Además, en esa sección general, afirma que el Estado dará “atención prioritaria al fortalecimiento de las escuelas normales” e instituciones de educación superior que brinden “formación docente”.
En un caso, son insumo de un mecanismo y se regula su evaluación “con dientes”; en el segundo, son actores de un proyecto de cambio social, y es necesario que a los que ya laboran, se les apoye con aprendizaje continuo, y a los que vendrán después, se les forme mejor. La legislación que está aún en vigor, tiene sus cimientos en la evaluación y en ella se depositó la fuente de la calidad; la que ahora se debate, se finca en la formación como condición para la fertilidad del trabajo de los docentes.
Reconocer que en una las maestras y maestros fueron cosas a cambiar, y en nuestros días se les advierte como sujetos y actores del cambio posible, es importante.
Hay, a mi juicio, muchos aspectos en que la iniciativa de reforma de la presente administración debe, y puede, mejorar. Pero a diferencia de lo sucedido en 2012 y 2013, en que una aplanadora legislativa aprobó y promulgó, si leer ni pensar, la (su) reforma en cuestión de semanas, en nuestros días hay discusión, foros en ambas cámaras y propuestas distintas: en buena hora.
Twitter: @ManuelGilAnton