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El observador

IMPULSO/Samuel García/Arena Pública
La normalización del despilfarro
El aprovechamiento de los recursos públicos para fines privados es una práctica generalizada entre los burócratas del sector público. Su arraigo histórico hace que se exija como un derecho de pertenencia. Su práctica persistente se ha convertido en la normalidad de la vida pública en el país, incluyendo a quienes deben perseguirla y sancionarla.

Laborar rodeado de lujos, de ejércitos de personal a su servicio y de prebendas con cargo al erario es paisaje cotidiano entre los llamado ‘altos servidores públicos’, alentándolo con el ejemplo desde la punta de la pirámide del Gobierno federal, de los gobiernos locales y de los poderes y órganos autónomos. Hasta la ley se ha usado para garantizar que su vida laboral sea inmune a las condiciones económicas del país.

Por décadas, se construyó un muro lo suficientemente alto y resistente como para asegurar y resguardar los privilegios inigualables de la alta burocracia nacional.

La clase política representada en el Congreso ha sido el principal guardián de ese muro, tarea por la que reciben beneficios presupuestales prácticamente intocables.

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Los gritos de las organizaciones civiles, de la Auditoría Superior de la Federación y de algunos periodistas logran de vez en cuando sacar un ‘disculpe usted’ ante la exhibición pública del franco robo, del despilfarro de los llamados recursos ‘públicos’, pero nada más.

La vergüenza sólo existe cuando la cultura de la ética está arraigada socialmente, no es el caso. En México, los sinvergüenzas del sector público son la norma, no la excepción. Así se entiende que los magistrados del Tribunal Electoral del Poder Judicial de la Federación (TEPJF) decidan –en plena caída de los ingresos públicos- repartirse camionetas del año de más de un millón de pesos cada una sin siquiera sonrojarse.

Están convencidos de que lo merecen, de que el presupuesto asignado les pertenece y, por lo tanto, que se lo pueden repartir comprándose vehículos de lujo sin dar mayores explicaciones. Los demás somos lacayos que no entendemos su trascendente labor.

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Es la normalización del despilfarro, a lo malo le dicen bueno, advertía el escritor bíblico, lo torcido se volvió regla. La normalización de aquello que es inadmisible, abusivo e injusto ha sido aceptada y, más aún, se ha convertido en una aspiración para miles de jóvenes universitarios en el país.

Y cómo no, los diputados pueden rentar vehículos por casi 16 mil pesos mensuales y dejarlos abandonados en el estacionamiento de San Lázaro porque simplemente no les importan, cual ‘juniors’, creyendo tener derecho al despilfarro en el uso del dinero público.

Presentan cara de solidaridad y comprensión ante la grave situación por la que atraviesan las finanzas públicas; pero es una cara hipócrita para satisfacer a los flashes de la prensa.

La retahíla de insultos a la ética del servicio público no sólo se traduce en la compra o renta de coches de lujo, de gastos faraónicos en viajes innecesarios o del uso de millones de pesos en ‘apoyos administrativos’ para que los congresistas viajen de placer a las playas del país; sino también en el ejército de choferes a la disposición de funcionarios y sus familias, de secretarios personales, de asesores y asistentes para todo tipo de tareas, de secretarias y guardaespaldas. Una borrachera de derroche de recursos del erario que no ve fin.

El dedo acusador de los políticos de la oposición por el creciente déficit fiscal, producto de un gasto que no se reduce, sólo es utilizado para fines electorales; pero no para denunciar con convicción la normalidad del despilfarro del que se benefician y al que no pretenden renunciar.

La insensibilidad social en estas esferas ya es lugar común, parte de la aterradora normalidad del despilfarro del sector público y de la clase política.

El dinero público tiene dueños en México y grandes muros que lo protegen.

Los casos de corrupción en los que está involucrado el conglomerado brasileño Odebrecht en toda América Latina ya han provocado el derrumbe de renombradas figuras políticas como el ex presidente peruano Alejandro Toledo y el ex viceministro del Transporte colombiano Gabriel García. En México, el silencio continúa.

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