IMPULSO/ Edgar Elías Azar
A estas alturas hablar de “el gran” problema de nuestro país, levanta muchas sospechas. Se corre el riesgo de simplificar las cosas al absurdo. Todos lo sabemos y lo sentimos, lo vemos y lo vivimos, los problemas son varios, complejos y no se pueden resolver con una fórmula definitiva, ni con la buena voluntad de algunos.
Desde hace algunos años los mexicanos bailamos al ritmo de varios problemas que encuentran salida. Desde temas de orden social como la desintegración de las comunidades, la falta de empatía y de solidaridad entre los grupos, las descalificaciones y las agresiones de unos hacia otros, como también aquellos problemas de orden económico, como la recesión, la cual, aunque no es oficial, se percibe en los bolsillos, en los comercios, en las calles. Por supuesto, están todos los problemas de orden político y jurídico angustiantes, como la violencia en las calles, cada vez más cruel, recurrente y menos controlada.
Pero a pesar de ello, todavía hay un ingrediente que podría ser el gran tema a tratar: la educación. Una sociedad bien educada podría sortear de manera más eficiente casi todos, o todos, los problemas que nos angustian. La educación, se ha dicho, es la solución más adecuada frente a los problemas del mundo. Sin embargo, en el país, la educación se ha resumido a un problema de sindicatos y marchas.
Es decir, que la educación sigue sumergida en el mismo pantano que hace dos sexenios (para no irme ad infinitum). El problema ha tratado de resolverse a través de reformas al sistema educativo, cambios en los ingresos y en la permanencia de los profesores, sometiendo a los alumnos a diversos exámenes y pruebas internacionales; sin que ninguna haya dado realmente resultados. Seguimos teniendo los mismos niveles bajísimos a nivel mundial (según la OCDE) en materias tan básicas como necesarias para el desarrollo cognitivo y crítico de una sociedad: comprensión de lectura, matemáticas y ciencias. Mientras que países como China, ocupan los primeros lugares.
Una educación democrática y crítica, sin duda, sería el parteaguas desde el cual encontraríamos soluciones a muchos de los problemas que nos acosan. Una sociedad con individuos que funcionan, pero no piensan, no puede ser cimiento para ningún desarrollo, social, económico o político.
No es cualquier educación la que se necesita. Lo que se requiere es formar “ciudadanos”; individuos comprometidos con los valores de una sociedad participativa, crítica y constructiva. De lo contrario, como decía John Dewey, ‘‘la democracia será una farsa a menos que el individuo sea preparado para pensar por sí mismo, para juzgar independientemente, para ser crítico, para discernir las propagandas sutiles y los motivos que las inspiran’’. Como parecería que es mucho pedir, por el momento, y antes de llegar a ese ideal educativo, al menos, deberíamos comenzar atendiendo asignaturas básicas: mejores y más profesores, mejores y más escuelas, mejores y más recursos.
El mundo está cambiando rápidamente, evolucionando en muchos temas y se están complejizando sus problemas. México, junto a Latinoamérica entera, se está quedando dormido, soñando sueños anacrónicos de revoluciones e independencias que ya no tienen lugar en nuestra historia, en vez de atender los problemas de hoy. Si no lo hacemos por nosotros, hagámoslo por aquellos que nos dicen “papá”, “mamá” o “abuelo”, son a ellos a los que estamos fallando. Los estamos dejando desprotegidos, desarmados y, les recuerdo el lugar común, que por común, no es menos cierto: ellos siguen y siempre serán el futuro.