Noviembre 5, 2024
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El fin de la guerra contra los capos y el huachicol

IMPULSO/Daniel Cabeza de Vaca

Columnista Político

Los primeros días de gobierno suelen ser el parteaguas del éxito o fracaso de una administración, ya que en estos se trazan los principales ejes de las políticas públicas que habrán de instrumentarse. Uno de los ejes que a mi juicio resultan estratégicos y obligatorios de abordar por Andrés Manuel López Obrador, es el de la política en materia de seguridad.

El 30 de enero, el presidente anunció que concluyó la “guerra contra el narco”, por lo que los esfuerzos gubernamentales se concentrarán en reducir los homicidios y generar paz. Definitivamente la guerra contra el narco y la estrategia de perseguir grandes capos, no dieron resultados, incrementaron la violencia y balcanizaron las organizaciones criminales, sólo se trabajaba para enviar a grandes capos a Estados Unidos.

Si bien coincidimos con la importancia que el presidente confiere a combatir las causas estructurales de la violencia y restaurar el tejido social, no podemos desconocer la obligación que el Estado tiene de perseguir, investigar y sancionar la comisión de ilícitos realizados por la delincuencia organizada. Celebramos la decidida persecución del robo de combustible en todas sus facetas, esa es una manifestación más del crimen organizado. Es evidente que el crimen se extendió al robo de combustible cuando se le declaró la guerra al narco. Como cualquier compañía, buscó nuevas fuentes de ingresos y negocios, por eso la pregunta es: ¿ahora, con qué nuevas actividades se van financiar?

La historia reciente y los estudiosos de la materia nos dicen que las mafias son dirigidas por líderes en un esquema de autoridad vertical, lo que no se ve reflejado en el caso mexicano, por lo que no funcionó la persecución de los cabecillas. Por el contrario, la delincuencia opera con estructura horizontal y por células, con un esquema empresarial, por lo que seguramente buscarán aumentar la distribución de narcóticos, tratarán de someter a toda la delincuencia común, fomentando el secuestro, el robo y la extorsión, además del contrabando y la piratería; intentarán controlar la obra pública y la proveeduría de gobierno y cualquier negocio lícito que pueda representarles ganancias. Por ello debe perseguirse a la delincuencia organizada, abatiendo sus estructuras criminales y fuentes de ingresos. La inseguridad y violencia fue generada precisamente por estas estructuras criminales.

El combate a la delincuencia implicará delinear estrategias innovadoras y fortalecer las existentes, como la responsabilidad penal de las personas morales, el desmantelamiento de la estructura de la empresa criminal y la recuperación de activos ilícitos, la aprobación del sistema de responsabilidad criminal en materia civil como lo prevé la Ley RICO, evitar la expansión de la actividad delictiva a otros campos, la disminución de los espacios de impunidad y corrupción, el monitoreo de las actividades propensas al blanqueo de capitales regulando o suprimiendo el uso de efectivo, el destierro de la pertenencia social hacia las actividades delincuenciales, la relación oficial con nuestros aliados internacionales estratégicos, entre otras.

Lo importante, como hemos dicho, es construir una política criminal que articule las acciones que se emprendan, que les dé rumbo y dirección. Corresponderá al Legislativo la alta responsabilidad de delinear dicha política ante su reciente presentación por el gobierno federal. Será necesario darle seguimiento, evaluarla, ajustarla y enriquecerla, requerirá de acciones complementarias o paralelas, mediatas e inmediatas que contengan los efectos perversos en el campo de lo económico y político, como ya está sucediendo con el combate al huachicol. Lo más importante es sumar a la sociedad en la lucha.

Así las cosas, la asistencia social y la reconstrucción del tejido social, como la propone López Obrador, y el combate a la delincuencia son compatibles y esenciales para la consolidación del Estado de derecho. De no hacerlo así, estaríamos condenados a vivir en un estado delincuencial, gobernado por los criminales, porque el poder criminal y el público no pueden coexistir.