IMPULSO/ César Astudillo
Hace unos días se generó una discusión pública por tres posicionamientos cuya relevancia se incardina en la manera como comprendemos y asumimos el ejercicio de nuestros derechos y libertades: el uso del uniforme neutro en las escuelas, el pago de tenencia a nivel nacional y el destierro de las instituciones electorales de los estados. La polémica suscitada por ellos, desvelan lo poco que sabemos sobre nuestros derechos, su significado y la forma de asumirlos dentro de un país tan heterogéneo.
La política pública sobre el uniforme no solamente incide en el derecho de los padres al adecuado desarrollo de sus hijos, sino en la libertad de tomar sus propias decisiones, de mostrar la apariencia con la que se sientan más cómodos frente a sus amigos, de tener consciencia de su identidad de género y expresarla por medio de su peinado, su ropa y demás.
Cuando se difundió la decisión no se entendió que en realidad se trataba de ampliar una libertad para que si las niñas se sienten más cómodas llevando pantalón a la escuela, lo lleven, y si algún niño tiene claridad sobre su adscripción de género pueda ser escuchado por sus padres para que lo vistan en consecuencia. No hay duda que en el fondo aún estamos acostumbrados al patronazgo del Estado, para que nos diga con quién podemos casarnos y con quiénes no, o de qué manera debemos registrar los apellidos de nuestros hijos. Por eso, cuando se nos deja en libertad para decidir entramos en pánico y malinterpretamos el retraimiento del Estado.
Eliminar el pago de la tenencia inició como una promesa de campaña cuya materialización ha impactado en el derecho de las personas a contribuir al gasto social, así como en la obligación del Estado de brindar servicios públicos de calidad. No hay duda de que los derechos cuestan y que la determinación de imponer contribuciones tiene que ver con una sana e, incluso, necesaria competencia entre los estados del país para ver quiénes, imponiendo menos cargas a sus ciudadanos, pueden brindarles mejores satisfactores y servicios públicos, delatando una mayor eficiencia en la gestión gubernamental.
La pretendida homologación para que todos paguen, sin excepción, parte de premisas contrarias, ya que obstaculiza el establecimiento de mayores beneficios ciudadanos según las características de cada entidad, y se funda en la errónea creencia de que todas nuestras autoridades afrontan con la misma responsabilidad la seguridad pública, el alumbrado y la pavimentación de las calles.
Finalmente, el impulso centralizador de la organización electoral del país tendría un efecto inmediato en el ejercicio de nuestros derechos político-electorales, y en la manera en que el Estado asume su función electoral. La iniciativa presupone una homogeneidad política y social que no existe, buscando que todos los ciudadanos acudamos a votar sin importar las especificidades estatales que se hacen cargo de prever, entre otros, el tratamiento de aquellas comunidades altamente migrantes que requieren ejercer su voto allende nuestras fronteras.
En su lógica, todos debemos votar de la misma forma sin importar que existan instituciones mejor preparadas para facilitar la participación ciudadana a través de urnas electrónicas o del voto por internet, por ejemplo. En su afán de estandarizar y ahorrar, esconden la verdadera intención de hacerse del control de una nueva institución electoral de carácter nacional, desde la cual puedan manipular hasta la más remota elección municipal.
Se les olvida que el derecho a tener derechos en un país con vocación federal parte de reconocer nuestra diversidad, unida por valores y principios compartidos, en donde cada estado compite legítimamente por brindar mayores y mejores estándares de vida a sus habitantes. De eso se trata la democracia, de elegir a quiénes consideremos que pueden hacerlo mejor y de aprender a exigirles que superen a los demás, que para eso sirven las elecciones.