IMPULSO/ Carlos M. Urzúa
Debe insistirse en ello: no se puede escribir a vuela pluma un Plan Nacional de Desarrollo. Tanto la Constitución como la Ley de Planeación establecen, de manera estricta, los lineamientos básicos que tienen que cumplirse para la elaboración del Plan. Para empezar, éste debe ser consensado de manera democrática. Es por ello que, como comentamos la semana pasada, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público, a mi cargo hasta el pasado 9 de julio, organizó de manera preparatoria más de siete decenas de foros de consulta ciudadana y más de ocho decenas de mesas sectoriales con especialistas, además de una consulta por internet.
Para continuar, como también se comentó en la entrega anterior, el Plan Nacional de Desarrollo requiere una estructura bien diseñada. Como ilustración de lo anterior, permítame entresacar un ejemplo del documento que pretendíamos que constituyera el Plan Nacional de Desarrollo. El segundo eje general propuesto allí era el de Bienestar. El objetivo general de este eje se establecía como el “garantizar el ejercicio efectivo de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, con énfasis en la reducción de brechas de desigualdad y condiciones de vulnerabilidad y discriminación en poblaciones y territorios”.
Ya como objetivos específicos del segundo eje se listaban once: la atención prioritaria a grupos históricamente discriminados; el derecho a la educación; el derecho a la alimentación nutritiva y suficiente; el derecho a la salud; el derecho a un medio ambiente sano; el derecho al agua potable en calidad y cantidad; el derecho a la vivienda digna; el derecho a la cultura; el derecho a la cultura física; el acceso a un trabajo digno con seguridad social; y el ordenamiento territorial y ecológico de los asentamientos humanos. Más de un centenar de funcionarios de las dependencias correspondientes escribieron sobre las estrategias a seguir para la consecución de tales objetivos, así como sobre los indicadores de desempeño que pudieran emplearse para evaluarlas.
Pero muy cerca del 30 de abril, la fecha límite para mandar a la Cámara de Diputados el Plan Nacional de Desarrollo propuesto, el Presidente informó a quien esto escribe que ese documento sería reemplazado por uno de su propia creación. Me atreví entonces a comentarle que a mi parecer su trabajo no era un plan, sino más bien un manifiesto político y que como tal podría constituir un largo prefacio del otro. Pero no fue aceptada mi propuesta; un secretario de Estado no es, después de todo, más que un secretario. Y así, al regresar a mi oficina del propio Palacio Nacional comencé a calcular las cajas que iba a requerir para desocuparla.
Sin embargo, para mi sorpresa los dos documentos fueron enviados a la Cámara de Diputados pocas horas antes de finalizar del 30 de abril de 2019. Ambos aparecieron en la Gaceta Parlamentaria de ese día como Anexos XVIII y XVIII-Bis; este último, por cierto, con errores de formato pues fue enviada la penúltima versión y no la final. Sobra aventurar sobre la perplejidad que debieron haber tenido los diputados al recibir ambos documentos. Durante mayo y junio tal perplejidad debió haber persistido, mientras ellos se abocaban a verificar, de acuerdo con el artículo 21 de la Ley de Planeación, cuál de los dos cumplía con “los fines del proyecto nacional contenidos en la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos”. Al final decidieron que era el documento presidencial y éste apareció publicado en el Diario Oficial de la Federación el 12 de julio de 2019.
Quizás piense usted ahora que la historia termina allí. Para quien esto escribe sí, pues renuncié a mi cargo tres días antes de la promulgación del plan del Presidente. Pero para el gobierno federal no, pues de acuerdo con la Ley de Planeación las dependencias y entidades federales tienen hasta seis meses para publicar, basadas en el Plan Nacional de Desarrollo, los programas sectoriales, institucionales, regionales y especiales emanados de él. El único problema es que el Plan que ya fue promulgado no detalla nada al respecto.