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El arranque

IMPULSO/Gabriel Guerra Castellanos

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El sábado pasado, después de dos intentos fallidos y casi quince años en campaña recorriendo el país, Andrés Manuel López Obrador llegó a su meta. No tardó en imponer su sello y su estilo a lo que indudablemente será una gestión muy diferente a las que sus antecesores nos tenían acostumbrados.

De entrada (o de llegada) marcó la primera gran diferencia: en su Jetta blanco, con un aparato de seguridad mínimo y una gran disposición para acercarse a todo aquel que quisiera saludarlo, recorrió el trayecto de su casa a San Lázaro. A López Obrador no se le ve la más remota inclinación a utilizar el vasto y ostentoso aparato del poder. Ni vehículos blindados, ni aviones y helicópteros, ni convoyes, nada de eso parece estar en su radar.

En su primer discurso como Presidente fue igualmente claro en señalar nuevos rumbos y en hacer una radiografía inmisericorde de lo que él llama el periodo del neoliberalismo en México, los últimos 30 años para ser más preciso. Las cifras citadas son demoledoras, pero no cuentan la historia completa y no necesariamente encajan en la definición estricta del neoliberalismo. Lo cierto es que el modelo seguido desde finales de los años 80 a la fecha dejó muchas asignaturas pendientes aunque —y no es cosa menor— sentó las bases para uno de los más prolongados periodos de estabilidad macroeconómica en la región latinoamericana. El no haberlo acompañado de crecimiento suficiente ni de reducción significativa de la pobreza y la marginación lo dejan marcado irremediablemente como un fracaso.

No hubo grandes novedades en el discurso inaugural ni tampoco en el que pronunció por la tarde en el Zócalo, y esa fue una grata sorpresa: reiteró sus proyectos y prioridades, dejó claro el viraje y un nuevo estilo, el de la oratoria pausada y de largo aliento. Eso no es relevante.

Sí lo es en cambio el abandono de la parafernalia presidencialista en un país tan acostumbrado a observar e interpretar todos los símbolos que emanan del Tlatoani en turno. El automóvil mediano, el vuelo comercial, la poca seguridad marcan una pauta que necesariamente tendrán que seguir sus colaboradores.

El adiós a Los Pinos, que en principio me parecía secundario, resultó de gran impacto: más de cien mil visitantes en los primeros tres días y las revelaciones graduales de lo que encerraba la que fue residencia oficial de 14 presidentes y sus familias y que ya en nada se parece a lo que originalmente se imaginó Lázaro Cárdenas cuando decidió dejar el Castillo de Chapultepec en busca de aposentos más republicanos y sencillos.

Sería absurdo pretender interpretar o —peor aun— vaticinar cómo será el gobierno de López Obrador basándonos en esas primeras imágenes e impresiones. Pero igualmente ingenuo resultaría tratar de ignorar lo que está a la vista: La Presidencia será menos faramalla y escenografía, menos lujo, menos distancia de la gente, de la sociedad.

¿Quiere decir eso una gestión más relajada, con menos concentración del poder? Lo dudo. El nuevo presidente no solo diagnosticó las carencias del periodo neoliberal, me parece que apunta también a lo que fue el gradual desapego de presidentes y gobiernos anteriores por ejercer plenamente el poder. Haya sido por convicción o descuido, por frivolidad o por convicción democrática y descentralizadora, de 1994 a la fecha el presidencialismo mexicano se fue achicando, desvaneciendo. Lo que en teoría suena muy bien en la práctica se tradujo en vacíos de poder que fueron rápidamente llenados por caciques, gobernadores, empresarios y también por el crimen organizado.

El periodo de López Obrador marcará el regreso al ejercicio pleno del poder del Ejecutivo Federal. Bien encauzado eso puede recomponer la fracturada balanza de poderes en México. Mal manejado nos puede regresar a los tiempos de la concentración excesiva y unipersonal del poder político.

Para que el camino sea el correcto tendrán que funcionar como deben los múltiples contrapesos existentes: el Legislativo, el Judicial, los partidos políticos, la sociedad civil organizada, los medios, los sindicatos, la academia. En una palabra, los ciudadanos.