IMPULSO/Manuel Gil Antón
Artículo
Inicia 2019. Año crucial, el primero, para todo gobierno, cuantimás si se concibe como promotor de una transformación, tan a fondo del país, que anticipa será hito histórico en el futuro. Son los meses en que propuestas de campaña e iniciativas de reformas a la Constitución se llevarán a cabo.
Comenzaba 2013 hace seis años. El gobierno entrante, a través del Pacto por México, acuerdo cupular aceptado por los partidos mayoritarios, no tuvo empacho en declarar que, con las Reformas Estructurales, “movería” a México. Se percibió bisagra histórica: antes y después de nosotros.
En ambos casos, la cuestión educativa ocupó sitio importante. Es necesario reconocer que, antes de la iniciativa de modificar el marco legal que orienta a la educación, el gobierno actual, durante la transición, intentó una consulta amplia, mientras que el anterior gestó la reforma en sus oficinas y escuchando su eco. Ésta ya es una diferencia, pero hay otra, muy importante, que daría al esfuerzo actual la legitimidad republicana de la que la primera careció.
En aquellos días, la reforma se aprobó no solo sin demora, sino considerando inútil el debate parlamentario. Los votos eran más que suficientes, y el pacto para distribuir el poder entre los mandamases en los partidos muy sólido. En más de una ocasión, en esas semanas, varios legisladores (de los tres partidos) acusaron a quien esto escribe de no ser veraz al criticar los cambios realizados y su impacto. Les mostré el texto de lo que sancionaron con su voto y, balbuceando, incluso disculpándose, reconocieron no haber leído, menos estudiado, la nueva versión del Artículo 3° y su relación con el 73.
Ahora, cuando la iniciativa presidencial ya fue recibida en la cámara de diputados, se presenta la oportunidad de generar un espacio de debate, real y franco, en el lugar de la deliberación, en el espacio donde se parlamenta: el gobierno actual haría honor al cumplimiento de la ley, y el sentido que expresa, mediante un proceso de discusión en que no sólo sea posible esclarecer las diferencias y acuerdos entre bancadas, sino al interior de las mismas. No son, no deben ser, súbditos de sus coordinadores, ni votos prestos a recibir instrucciones. Esto no es propio de una república que se respete, de la república que tanto hemos echado de menos, donde las cosas públicas, como el proyecto educativo, sean materia de diálogo.
Para enriquecer este proceder parlamentario, sería propicio organizar una serie de foros (como los que se han abierto en torno a la Guardia Nacional) para que expertos —sobre todo profesoras y maestros con gis en las manos e indudable prestigio entre sus pares— y también investigadores e interesados en el tema, aporten ideas que enriquezcan y afinen los detalles que implica llevar a buen puerto cambios en la Constitución que serán guía de las leyes reglamentarias posteriores.
Hay temas sustanciales. Por ejemplo, la importancia que exista, independiente de la SEP, una institución que aporte información, válida y confiable, sobre los distintos elementos del sistema educativo, con la que los ciudadanos puedan ejercer el derecho ciudadano a la crítica y la propuesta. O la definición de los procesos de regulación de la carrera docente (ingreso, promoción y permanencia) que eviten acuerdos corporativos, la venta y herencia de plazas, la mitificación de la “medición del mérito” a través de mecanismos estandarizados o la inestabilidad en el empleo como supuesta condición para cumplir con el trabajo. Otro es el tema de ampliar la cobertura en la educación superior y las modalidades adecuadas.
La lista de asuntos es amplia. El tema educativo, complejo. Merece un procedimiento distinto a la ignorante imposición precedente. Sería signo de la transformación, pues la forma va uncida, atada siempre, al fondo.
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