IMPULSO/Carlos Samayoa
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Las decisiones que han propiciado el desabasto de combustible y problemas logísticos han dejado ver largas filas de vehículos en las gasolineras del país, cuyas magnitudes posiblemente no se previeron. A la vez de ser abrumadoras, estas imágenes nos confrontan con una compleja realidad: tenemos una dependencia patológica hacia el uso de combustibles fósiles, que hemos normalizado y pocas veces cuestionamos.
Y es que las ciudades mexicanas funcionan con la misma lógica de hace 100 años: aumentar sin límites el parque vehicular; invertir mucho en infraestructura para autos y poco en transporte público. Los resultados son conocidos. Tenemos ciudades altamente contaminadas, millones de personas enfermas, y pagar ese elevado costo ni siquiera ha garantizado traslados eficientes a quienes usan automóvil.
A pesar de que México tiene compromisos para reducir emisiones contaminantes, seguimos hablando intensamente de cómo quemar gasolinas a menor precio sin que actualmente haya una política concreta encaminada a la disminución. La Secretaría de Energía estima, incluso, que la demanda de gasolinas incremente 21.3% respecto a 2017, mientras que en el mundo del siglo XXI ya se plantea migrar al uso de tecnologías limpias para enfrentar problemas como el cambio climático, uno de los grandes retos de la humanidad.
Imaginemos que para transformar las principales ciudades del país se decidiera destinar una inversión equivalente a la del nuevo aeropuerto de la Ciudad de México. Con esa suma se podrían cambiar considerablemente nuestros paradigmas actuales de movilidad. Tendríamos redes de transporte público de alta calidad y eficiencia, interconectando a las ciudades como nunca, lo cual sería un incentivo importante para que mucha gente dejara el coche. Y por supuesto, también se generaría un alto número de empleos. Sin embargo, la inversión pública en estos rubros continúa siendo muy baja.
Si vemos a personas esperando hasta cinco horas para llenar su tanque de gasolina es porque no están dispuestas a dejar de usar su automóvil, principalmente porque no hay alternativas de movilidad viables. Para muchos no es una opción usar el transporte público, ya sea por su falta de eficiencia, por estar abarrotado, por su inseguridad u otros factores, generando así un círculo vicioso. Asimismo, tal vez hay personas que en estos días se han atrevido a tomar la bicicleta, pero la falta de una infraestructura segura hace que para muchos esta decisión vaya acompañada de un fuerte componente de riesgo.
El gobierno en sus diferentes niveles tiene que entender que reducir paulatinamente nuestra dependencia a los combustibles fósiles va más allá del transporte, se trata de una acción para garantizar los derechos humanos a un medio ambiente sano y a la salud. Anualmente los impactos por la mala calidad del aire en el país tienen un costo que alcanza los 577,698 millones de pesos, lo que equivale al 3.2% del PIB. Considerando que el 70% de contaminantes proviene de fuentes vehiculares, reducir estas emisiones podría representar un ahorro considerable en gastos de salud en el país.
Así, podemos decir que no se nos están dando verdaderas alternativas y se nos obliga a continuar quemando combustibles. La crisis del petróleo de 1973 fue un parteaguas para que algunos países europeos replantearan la forma en que sus ciudades funcionaban. De igual manera, la situación que enfrentamos debería marcar la pauta para encaminarnos hacia una necesaria reflexión para lograr una transición energética de largo aliento y decir adiós a los combustibles fósiles de forma gradual, invirtiendo en la implementación de sistemas de transporte público de calidad mundial. El futuro depende de eso.
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