Octavio Rodríguez Araujo
Las precampañas fueron una farsa, simplemente por una razón: fueron pensadas por quienes reformaron la ley electoral para que los precandidatos compitieran entre ellos en el interior de cada partido o coalición para decidir, por diversos medios, quién quedaría como candidato en cada caso.
En esta ocasión, Anaya, López Obrador y Meade no tuvieron competencia, por lo que sus actividades fueron, formalmente, para los miembros de sus coaliciones, pero realmente para todo público, igual que si hubieran sido campañas.
Viene ahora el periodo de intercampañas o vacaciones para quienes estuvieron activos desde finales del año pasado haciendo “precampañas”.
Luego, después del 29 de marzo, vendrán las campañas y escucharemos más o menos lo mismo que ya hemos oído, ¿o los candidatos dirán cosas diferentes?
Qué tedioso, la verdad, aunque tal vez tendremos momentos de interés, por ejemplo, si hay debates públicos entre los candidatos, o por las encuestas, que nos dirán periódicamente si bajaron o subieron en sus preferencias, y así por el estilo.
Quizá lo más atractivo a seguir, en escala más reducida, serán las candidaturas estatales y algunas municipales significativas, tanto para gobernantes como para diputados locales.
En ciertos estados, las gubernaturas estarán muy peleadas, en otros, dados los candidatos que están por registrarse, las opciones previstas son como para salir corriendo o abstraerse de la realidad mediante algún mecanismo mágico.
Personalmente, compadezco a los políticos por todos los esfuerzos que han hecho para caerle bien a la población y mantener un buen lugar en las encuestas.
Me imagino que ha sido desgastante y poco benéfico para su salud y la de quienes tienen que trabajar codo a codo con ellos con la esperanza de que gane su gallo.
De ese tamaño debe ser la vocación de los políticos, igual se trate de los que quieren más de lo mismo que de los que aspiran a cambiar el estado de cosas dominante (no mucho, por cierto, porque si proponen cambios drásticos, pierden votantes).
Cuando se trata de una lucha por el poder, y en México el presidencial no es poca cosa, pareciera que a los candidatos se les fuera la vida en ello, igual sea por convicción que por la recompensa que esperan de ganar la competencia.
Ellos sabían que el camino a recorrer no sería fácil y, desde luego, que tendrían que soportar -tan hábilmente como puedan- los obstáculos y los ataques de todo tipo para que, al final, una “mayoría minoritaria” (en relación con la lista de electores) los pueda llevar al triunfo.
Para colmo, los partidos políticos están en general muy desprestigiados, tanto que se han visto empujados a establecer alianzas con otros, incluso de ideología contraria, para aumentar sus posibilidades de hacer un papel decoroso y, eventualmente, ganar.
Peor es el caso de los aspirantes a ser candidatos independientes para la Presidencia de la República. Los tres que quizá alcancen su registro (Rodríguez, Ríos y Zavala) saben, desde que pusieron un pie en la pista, que van a perder y que, si ahora están débiles, en cuanto empiecen las campañas, se verán como vochitos compitiendo con ferraris en una carretera sin pavimento: comiendo polvo.
El caso de María de Jesús Patricio, Marichuy, es todavía más grave, pues, habiendo alrededor de 5.4 millones de hablantes indígenas en edad de votar (INEGI), sólo el 4.3 por ciento han firmado en su apoyo, suponiendo que la mayoría de esas firmas hayan sido de indígenas (pues sabemos que numerosos no indígenas lo han hecho también).
Algo no funcionó en los cálculos del Congreso Nacional Indígena y del EZLN, pues ni los de la misma etnia de Marichuy se han expresado a su favor, siendo que los hablantes de náhuatl mayores de edad suman poco más de 1.3 millones. De Édgar Portillo y Pedro Ferriz ni qué decir, salvo exaltar su infundado optimismo y su ingenuidad.
En este periodo de intercampañas, los aspirantes a la Presidencia tendrán tiempo para reflexionar, analizar qué hicieron bien o mal, cómo fortalecerse para continuar la batalla en las campañas, revisar su estrategia, reunirse en privado con simpatizantes y adversarios (sin hacer campaña) o irse de vacaciones, que no está prohibido.
Pero este periodo debería servir también para que los ciudadanos comunes, los juristas y legisladores que podrían proponer reformas a la ley electoral mediten sobre el absurdo de que el proceso electoral activo (precampañas y campañas) tenga una duración de 150 días (60 de precampañas y 90 de campañas) con el costo que significa, cuando en otros países son de menor tiempo: en Argentina, no más de 35 días antes de los comicios, en Chile, 30 días, en Canadá, fluctúan entre 36 y 45 días, en Australia, menos de 45 días, en Francia, de dos a cuatro semanas antes de la primera vuelta, en Gran Bretaña, tres semanas, etcétera.
Tanto tiempo para dar a conocer el ideario y las propuestas de partidos y candidatos antes de una elección, en un país con tantas carencias como el nuestro, parece ser irracional y muy probablemente contraproducente (por saturación), además de una erogación de recursos públicos exagerada.
Mucha información: Decía Russell Ackoff hace medio siglo, es desinformación, y todavía no existía internet. Si la información que nos brindan los partidos y sus candidatos es, además, repetitiva, peor, terminará por ser aburrida y le prestaremos poca atención.