Diciembre 25, 2024
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Cuentos para PresidentesI

MPULSO/ Rodrigo Sandoval Almazán
Catorce Pesos
Hay esquinas clave en la ciudad. Son tan importantes para los peatones que nos peleamos por ellas. No vaya a usted a pensar que hablo de aquellas que sirven para el oficio más antiguo del mundo, no necesariamente. Sino de aquellos puntos de encuentro donde esperamos el autobús.
En uno de esos lugares se subió María el viernes pasado, día en que recibe su quincena.

De seguro no la conocen, pero Maria ha trabajado toda su vida en una oficina, con su sueldo apoya a sus padres jubilados pero que, a duras penas, alcanzan a salir de sus gastos cada mes.
María toma el autobús cada mañana y cada tarde para dirigirse al trabajo o regresar a casa. Ya conoce a casi todos los que abordamos con ella el transporte, nos miramos y saludamos como siempre. A veces sube algún extraño que es nuevo por el rumbo, y sabemos que tal vez sea la última ocasión que lo veamos. Nuestro barrio es bravo, no cualquiera anda por ahí.
Pero en esta ocasión no nos percatamos de que tres extraños habían abordado en una esquina clave. María miraba distraída por la ventana, los otros pasajeros estaban pegados en su teléfono celular, unos cuantos hablaban entre ellos contándose la última anécdota del día, el chisme caliente de la oficina o la pelea con el novio; no alcance a escucharlos a todos hasta que pasó lo inevitable.
María se sobresalto cuando escuchó el primer grito. “Esto es un asalto. Saquen su dinero y sus teléfonos celulares y vayan pasándolos” dijo uno de los tres hombres que ahora habían tomado el autobús.
Circulábamos por una calle muy transitada de la ciudad, el sol aún calentaba mucho afuera aunque el ocaso comenzaba. La tarde del asalto, los automovilistas que pasaban a nuestro lado, sólo alcanzaban a ver un autobús lleno de gente que les estorbaba para ir más rápido. Nadie podía ver lo que estábamos viviendo.
Uno de los hombres amenazaba con su pistola al conductor. Otro recogía las pertenencias y el último aguardaba la puerta de salida para que nadie diera la alarma o se escapara sin pagar su cuota. María lloraba. Acababa de perder su quincena, su celular y su tranquilidad.
El hombre que gritó, con lentes polarizados y gorra negra, se dirigió hacia ella, la encontró incómoda y le ordenó que se callará; ella no podía hacerlo por la angustia y el miedo que la desbordaban. El hombre le propinó un fuerte cachazo con el arma que la dejó sin sentido. Los demás mirábamos. La tensión se hizo más fuerte cuando paso una patrulla a nuestro lado y los asaltantes sintieron su presencia. No ocurrió nada.
¿No ocurrió nada? ¿Debió ocurrir? ¿Debimos estar en peligro cuando los policías los enfrentaran?
Queríamos que ya todo terminará, pero el tráfico se había detenido. Nadie hablaba. Veíamos la bolsa llena de celulares y dinero que el asaltante tenía fuertemente agarrada en su mano. María no despertaba. Otra mujer había empezado a llorar. El conductor dijo que se calmara, en la siguiente parada se bajarían aquellos ladrones. Alguien suspiro.
Mientras mirábamos por las ventanas suplicantes, como si algún conductor pudiera ver nuestra urgencia, nuestro terror, pero nadie se animaba. Todos iban perdidos en su propio mundo. Algunos escuchaban música, otros hablaban por el celular, unos cuantos discutían entre acaloradamente y alguien fumaba con la ventanilla abierta. Nadie sabía que acaban de asaltar al autobús que tenían al lado, detrás o enfrente de ellos.
Los ladrones se bajaron en otra concurrida esquina, los ví correr hasta perderlos de vista. Las gorras negras volaron por los aires, pero ellos corrían sabedores de su delito. Una señora ayudó a María, sangraba de la frente, pero ya había despertado del golpe. Estaba aturdida, nerviosa.
La tensión se sentía. Nadie quería bajar, ni queríamos que alguien volviera a subir. Nos sentíamos víctimas de la tragedia y cómplices del hecho. Dábamos gracias por seguir viviendo y no tener nada que aumentar más que el golpe de María y el susto que palpitaba en nuestro corazones. Un hombre mayor, cuyas canas llenaban su cabeza rompió el silencio: “¿Y para esto nos quieren subir el pasaje? ¿Tendremos que pagar catorce pesos para que nos sigan asaltando? No es justo de verdad. Tenemos que hacer algo”
El murmullo creció por todos los pasajeros, el joven de al lado me decía: “Es el cuarenta por ciento de aumento y a nosotros no nos suben el sueldo más que un cinco por ciento. ¿Dónde voy a sacar el resto si diario uso el autobús? Además nos roban la quincena”
Asentí en automático, todavía el susto no se me pasaba del todo. No olvidaba el arma negra y fría cuando rozó la frente Maria que estaba delante mío. No olvidaba la voz aguardientosa dando las órdenes. Sentía la impotencia, el coraje de perder las cosas, de vernos amenazados y haber estado en riesgo de perder la vida, como para preocuparme por el aumento del pasaje. Pero ellos tenían razón. No hay precio que nos devuelva la tranquilidad. No hay catorce pesos que quiten las armas. Ni gobierno que los controle.

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