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Cuentos para Presidentes

Una navidad por recordar

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Rodrigo Sandoval Almazán

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La navidad del 2020 marcó mi vida. Ya sé que han pasado más de veinte años y que vivimos en un mundo diferente, casi sin infecciones ni pandemias, por que el mundo aprendió la lección y hemos desarrollado un sistema de salud internacional que hace décadas hubiera enfrentado cualquier virus. Pero aquella navidad siempre la recordaré.

Ocurrió en mi tierna infancia, acostumbrado a los regalos y la tradicional cena que nos reunía a toda la familia, ese año mis padres dijeron “no habrá cena, no habrá reunión familiar” la razón la conocíamos todos, mis hermanos y yo sabíamos del coronavirus COVID-19 que tenía en vilo a la humanidad. Era obvio que no queríamos contagiar a más personas, de hecho, no sabíamos si nosotros teníamos la terrible enfermedad y éramos “asintomáticos” palabra que tuve que aprender y que significaba no mostrar señales de aquella “cosa” pero éramos capaces de contagiar a otros.

Los primos ya habían perdido uno de sus abuelos paternos y los tíos de Juan, mi amigo de la primaria, estaban hospitalizados, en ese punto llegaba mi conocimiento de la gravedad de aquella enfermedad. Mis padres contaban con más información, se les veía preocupados y tensos a la vez. En ocasiones mamá lloraba desconsolada después de ver su teléfono celular – aparato que ya no existe, por cierto – papá, en cambio, trataba de ahorrar todo el dinero posible, nunca supe por qué, pero era muy previsor y nunca nos faltó nada en los meses del encierro.

El virus se había disparado aquella navidad, miles de muertes, millones de infectados, una prueba cara para determinarlo, en fin, mucho miedo, demasiada incertidumbre. Todos los noticieros hablaban de ello, salía en internet, lo escuchaba en las conversaciones, lo sabía por mis amigos, la vida giraba alrededor de ello y la navidad… se había olvidado.

Nosotros nos propusimos que fuera una celebración diferente. Mi madre hizo todos los preparativos y adornos posibles, la casa lucía magnífica, hasta el perro tenía moño navideño. Los regalos que había en el árbol lucieron como siempre: grandes y pequeños, no muchos, ni pocos, uno para cada uno y un regalo sorpresa. Nosotros hicimos dibujos, tarjetas navideñas para entregar a la familia, una especial para papá y otra para mamá.

Horas antes de la nochebuena decidimos llamar por video conferencia a toda la familia, primero a los abuelos, luego primos, amigos cercanos y aquellos que vivían en el extranjero. Durante la conversación,  había momentos que sentía cómo si fuera una llamada de despedida, como si aquella fuera la última vez de celebrar Navidad y… lloré un poco, me ganaron las lágrimas y se cerro mi garganta sin pensarlo. A pesar de las pantallas no podía abrazar ni besar a los que amaba, no podía sentir su presencia, era como si estuvieran más lejos que cerca, más distantes.  Ellos sentían lo mismo, veía en muchos la decepción y hasta impotencia por querer estar ahí con nosotros, pero estaban encerrados en casa.

Mi madre decía que “estábamos vivos y sanos” eso era lo que importaba y que podíamos ver a nuestros familiares aunque fuera de lejos. “Maldito coronavirus” escuché decir a mi padre que no quería llorar y era su forma de descargar su frustración; pero ahí estábamos todos frente a las pantallas, internet de por medio y del otro lado el calor de hogar y de familia.

Aquella noche nos disfrutamos todos, reíamos, tratando de no pensar en los ausentes. Para ello mi madre hizo un concurso de regalos; mi padre escondió el regalo sorpresa por toda la casa y tuvimos que buscar. Genaro, mi hermano pequeño, no probó la cena por que no encontraba su regalo hasta pasada la media noche,  lo halló debajo de su cama.

De alguna manera nos acordamos por qué celebrabamos ese día. El significado de la Navidad en la raza humana, ese parteaguas histórico que dió origen al cristianismo. Ahora más que nunca oramos en la mesa por los que no estaban presentes, por los que se habían ido y por aquellos que estaban en los hospitales, por los médicos y enfermeras cuya navidad – decía mamá – era salvar vidas y no compartían con sus familias esa deliciosa cena. Creo que en ese momento fuimos la familia más unidad del mundo, una de las millones de familias que estaban encerradas esperando que el malvado virus no tocara a nuestras puertas.

Aquella noche el cielo estaba despejado. Mis padres nos llevaron para mirar las estrellas, cada una de ellas era un planeta, una esperanza, dijo mi padre, “esto no acabara con el mundo, el universo es una inmensidad donde todo es posible” Sus palabras se grabaron  en mi memoria. No había reto, dificultad, obstáculo que hiciera desaparecer a los seres humanos: era un salto de fé, hacia lo desconocido lo que sentía en aquellos momentos. Recorde a mi amigo  Juan y sus tíos graves en el hospital, y me llegaron las imágenes de la televisión, las camas, los enfermos, los médicos, las enfermeras, era Navidad y ellos también estaban ahí. Todos estábamos unidos, pensando en un sólo pensamiento, en una sola idea, una esperanza común: que todo terminara.

No pude dormir esa noche por que dentro de mi cabeza seguían retumbando los sueños de todas personas, sus sensaciones, sus sentimientos de tristeza y de alegría, recordé una frase que leí en la Biblia: “vivan siempre alegres” y eso era la vida. A pesar de que el coronavirus quería arruinarnos la Navidad, yo estaba alegre y sabía que a pesar de la tristeza, las penurias económicas y el desconsuelo, le enviaría mi alegría a toda la gente y haría renacer su corazón de nuevo.

Aunque esta Navidad no sea como todas las que has vivido, ha llegado el momento de decidir cómo queremos recordarla. Si queremos que la pandemia también nos derrote en nuestra noche especial para la humanidad o decidimos dejar un recuerdo memorable en nuestros hijos, nuestros familiares, nuestros amigos, que perdure para siempre cuando el coronavirus ya no exista más. Feliz, feliz Navidad.