Cuando hable Lozoya
Rodrigo Sandoval Almazán
Si ese desgraciado suelta la sopa estamos muertos. Fue la expresión del jefe después de enterarse que Emilio Lozoya había aceptado la extradición de España y que estaba dispuesto a cooperar con el gobierno de México. “De seguro le llegaron al precio. No tocar sus bienes y dejar en paz a su familia, además de pagar un considerable soborno” dijo el jefe, sentándose en el sillón de cuero y tocando su escritorio de caoba.
“Ahora, continuó, lo que tenemos que hacer es negociar con ellos. Que no nos toquen ni un pelo, de seguro querrán el control del congreso, que volvamos a perder las elecciones, qué sacrifiquemos candidatos y todo eso ¿por que?… porque a un cobarde no pudo callarse… no es posible”
Bueno, dije yo, al menos tenemos tiempo para plantear nuestra defensa.
– No lo creo, de seguro ya abrió la boca para que lograran un acuerdo. No ha dicho todo, pero lo suficiente para que le creyeran y que pudieran otorgarle una posible salida.
– ¿Saben de nosotros?
– Seguro que sí, lo importante es que Emilio les dé pruebas, testigos, documentos que nos pongan en riesgo. De eso no sabemos qué tanto guarde de lo que hizo en Pemex, o de la campaña presidencial.
– ¿Odebrecht, señor?
Entonces palideció. Se revolvió en el asiento y le dió un gran trago al whisky que tenía al lado.
– Lo de Odebrecht va a ser un problema muy gordo. Estamos metidos hasta el cuello y el desgraciado nos tiene agarrados por todos lados. De esa no la libramos. A menos que también pongamos al descubierto a los que están implicados y que ahora trabajan en el gobierno, tal vez eso sea lo que podamos hacer para negociar.
– Comunícame con Enrique, por favor, vamos a tener que hablar de esto.
* * *
Muchos días antes, cerca de Marbella, España, con el cabello recién cortado porque lo arrestaron al salir de la peluquería, Emilio Lozoya se encuentra en una sala de interrogatorios, conversa con un hombre alto y corpulento, casi calvo y de mirada afable, no se pudo acceder a todo lo que se dijo pero aquí algunos fragmentos.
– Así que tienes varias opciones Emilio, si te quedas aquí te van a juzgar por lo de Odebrecht y otros delitos que se te imputan. Si te vas con nosotros, entonces podremos arreglar que tu cárcel no dure tanto, sólo lo suficiente para ganar las elecciones presidenciales y después todo se olvide. – ¿Cuanto me costaría eso?, pregunta él.
– ¿Costarte? Nada, es gratis. Te ofrecemos un vuelo privado, tres comidas al día y el trato de un preso de honor. Lo único que tienes que hacer es platicar con nosotros, darnos pruebas, elementos, confirmar cosas de tus jefes, que ya te han abandonado.
– De seguro me mataran.
– Eso no lo sabemos, puede ser ahora en esta prisión, en México o en el avión, todo depende de lo que nos digas y lo que estés dispuesto a aportar. Una colaboración total te puede dar muchos … beneficios.
– Les podría hablar de cómo financiamos la campaña presidencial, con fondos externos pero…
– Sigue sigue, me interesa, es justo lo que queremos.
– Pero me tienes que asegurar más cosas.
En ese momento, el hombre saco un teléfono celular ostensiblemente costoso y comenzó a hablar: “libera las tres cuentas bancarias que acordamos, sí, sí, estoy frente a Emilio, para que vea un gesto de buena voluntad” y le muestra la pantalla al detenido para que vea como los números de banco parecen cambiar de estatus.
– ¿Algo más? Preguntó el hombre, ¿Es suficiente muestra de voluntad o quieres que vaya por un helado?
– Me queda claro, pero voy a requerir protección personal en la cárcel y también para mi familia que vive en Alemania.
– Dalo por hecho, pero tienes que decirme de Odebrecht. Si no, no hay trato. Además queremos saber si Luis Videgaray autorizó todos los movimientos que hiciste y si Enrique Peña estaba al tanto de ello, o bien tu sólo recibías ordenes y ellos hacían la negociación.
Emilio Lozoya, sonreía después de cada afirmación, pero no decía nada. Se mantenía en silencio, mientras su interlocutor seguía haciendo conjeturas de todo lo que creía saber. En su interior le llegaban recuerdos, frases, recados telefónicos, de lo que había pasado años antes y cómo había amasado esta enorme fortuna. De repente, recordó un nombre, un sólo nombre como una fotografía instantánea.
– Te puedo confirmar mucho de eso, comenzó a decir, pero también te puedo revelar los nombres de los personajes dentro de tu gobierno que están involucrados y tengo pruebas de eso.
El hombre se acomodó el traje y estudió cuidadosamente al preso. Parecía decir la verdad, su lenguaje corporal lo confirmaba, pero también tendría que medir su respuesta.
– Eso me lo dirás cuando estemos en México, será tu seguro de vida. Yo le pasaré esta información y tu propuesta a mi jefe para que la evalúe. Piensa que tendrás qué decir a la prensa que mostrarás cooperación absoluta y que aceptas la extradición. Yo me encargo del resto.
– Así lo haré. Pero confío en tí, en que no me falles con la protección ni tampoco con lo que te voy a decir.
– Una última cosa, dijo el hombre de traje ya en la puerta, hazme una carta donde pidas esto por favor, que sea… nuestro “contrato” no menciones el acuerdo, sólo pídemelo, te haré llegar lo necesario.
Lozoya se quedó de una pieza, nadie le había pedido algo así. Pero lo pensó por un momento y no vió riesgo alguno, sólo era confirmar lo que ya habían hablado. Asintió con la cabeza y ambos se despidieron, la siguiente vez se verían en México.