IMPULSO/Rodrigo Sandoval Almazán
Memorias de una caravana migrante
Esta no es una madrugada normal. Hemos decidido abandonar nuestro pueblo y a nuestro país. Dejamos atrás las caricias familiares, los recuerdos de la infancia, la comida típica y los ritmos sonoros de nuestra música. ¿Por qué? Por que ya no resistimos la pobreza.
Desde hace unas semanas que no podemos comprar comida para los niños, nos falta el agua y las tierras se están muriendo por que no las cultivamos, a veces nos alcanza para tener algún pan en la mesa, otras veces maíz y unas más un poco de fruta. La carne para comer es apenas un recuerdo.
No resistimos la pobreza mucho más.
Mis hijos tienen que salir adelante, mirar por su futuro. El mío ya no importa más, ya viví lo suficiente, pero ellos tienen un mundo por delante, necesitan educación, trabajo, mejorar nuestra vida pues. Si no somos tontos. Nos han orillado a la pobreza, nos marginaron de las posibilidades estos gobiernos tan corruptos que nos han matado de hambre, han matado también las oportunidades de seguir adelante de vivir en nuestra patria.
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Miguel tiene ocho primaveras. Esta es su primera caravana migrante. Viaja solo; bueno, acompañado por sus tíos que comparten su cuidado con otros tres de sus hijos, menores que él, así que no le prestan mucha atención – los suyos están primero – los padres de Miguel ya viven en Estados Unidos desde hace un par de años. Miguel ha tenido que crecer solo, escuchar la voz entrecortada de su madre cuando le llama por teléfono y recibir la buena noticia de los dólares que le enviaron para que se pudiera reunir con ellos: el precio que tuvieron que pagar por que lo aceptaran en la caravana.
Lleva varios días sin comer bien, apenas un bocado mañana y tarde, nada por la noche. Apenas y aguanta el paso de la larga camina. Dos pantalones rotos, tres playeras, un par de sudaderas viejas de su equipo de futbol favorito, una gorra y un par de tenis forman parte de su maleta de viaje para encarar el destino.
Frente a él avanzan otros cientos de niños y jóvenes cuyo único sueño es ver del otro lado. Huir de la muerte que hay en casa, del narcotráfico que pulula por su escuela primaria. En su cuenta, lleva dos amiguitos muertos, un profesor que les vende droga y el director de la escuela que se hace de la vista gorda. Miguel no quiere entrar al “negocio” por eso, sus padres le han mandado los dólares para que pueda irse al “norte” con ellos y tener a la familia completa.
Miguel, nos dice “yo tengo suerte porque viajo con mis tíos, hay niños que no tienen a nadie y vienen con nosotros”. De seguro habla de Pablo, Sebastián y Jimena, que son los que recorren su camino y a quienes ha ayudado, con los que juega a contar autos, semáforos y espectaculares cada que pisa el asfalto hirviente. Con ellos ha compartido algún pan y uno que otro dulce que algún ciudadano mexicano les ha aventado como si fueran animalitos. Pero él no se inmuta, ha sufrido peores humillaciones.
Por la noche, cuando se recuesta en el piso frío, a veces con manta que lo cubra a veces sin nada más que su propia mochila, sólo se atreve a mirar al cielo oscuro y buscar la estrellas para suspirar por que algún día vendrán tiempos mejores y cierra sus ojos para despertar en otro amanecer de la marcha.
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A Tita ya se le nota el embarazo de cuatro meses. Ella y Ruperto se conocieron en el restaurante donde trabajaban y cupido hizo lo suyo al cabo de un par de semanas. Después todo fue miel sobre hojuelas, los enamorados visitaron a sus padres, sus casas y … sus hoteles. Así fué como Tita quedó embarazada. La alegría se terminó. Comenzó la pesadilla; la corrieron de su casa, cerraron el restaurante y los dos quedaron sin trabajo.
En una de las noches de insomnio, mientras compartían juntos un catre, uno de ellos sugirió la esperanza: “¿Y si nos fuéramos al norte? Tal vez allá nuestro hijo tenga mejor vida”. Los dos despertaron con la decisión tomada, ya nadie los quería en casa, eran unos pobres jóvenes de veinte años que ya habían sufrido todo: los asaltaron al mediodía, mataron al hermano de Tita, los narcos les ofrecieron dinero por transportar droga; a los padres de Ruperto les robaron su camioneta la semana pasada. Ellos sobreviven cada día, esperando que las cosas cambien. Y cambiaron cuando se conocieron.
Tomaron sus pocas cosas de valor que tenían: un reloj Casio, una gargantilla de plata, joyas de imitación y cincuenta dólares que les prestaron los amigos y uno que otro pariente. Y tomaron la caravana al día siguiente, sin despedirse de nadie, sin mirar atrás, solo hacia el futuro, hacia la esperanza.
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Doña Clotilde rebasa los setenta años y no va en la caravana. Pero las ha visto pasar casi toda su vida, ya que tiene su casa en San Pedro Sula, Honduras. Ese pueblo bisagra entre Honduras, Guatemala y El Salvador, que les abre el paso hacia México: puerta dorada al norte. Ella conoce las historias de muchos que se han quedado en su casa; ha consolado a mujeres abandonadas, les ha dado la bendición a cientos de niños y niñas con incierto destino y ha cocinado miles de veces para familias enteras guisado del pueblo, algún pan que compartir o una fruta escasa que le llega a sobrar.
Para sus vecinos es una mujer admirable. Por eso la mafia la respeta. Nadie toca su casa, nadie mira por sus ventanas. Es santuario de paz y consuelo para los viajeros. En este remanso la vieja llora por las noches, le pide a todos los santos que protejan a sus hijos que migraron al norte hace veinte años y que no han vuelto más, recibe una postal cada año, una llamada casi cada mes , dice que para saber si sigue viva, y nada más, la han olvidado.
Por eso se ocupa de los migrantes, les da consuelo, les devuelve la esperanza y de alguna forma sabe que ellos verán por sus hijos algún día, cuando les encuentren y a ella se le extinga la vida