IMPULSO/Miradas vacías
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Abuelo: “¿Por qué no me cuentas de cuando eras militar? Me dice mi mamá que fuiste soldado en el movimiento estudiantil de 1968. ¿Qué pasó entonces? Dime, dime”.
Raulito no era un nieto normal. Diríamos que era uno de los chicos de la nueva generación, con diez años a cuestas, en su escuela le habían comentado sobre el movimiento estudiantil de 1968, y él recordó que su abuelo, don Pedro, ya cercano a los 85 años había estado presente en aquella situación. Esta mañana, después de desayunar lo había abordado. El abuelo se incomodó un poco por la pregunta tan directa, no la vió venir. Chasqueo la lengua y se quitó las gafas antes de empezar a hablar. Aún se le notaba el fuerte cuerpo formado en la milicia. Era un hombre alto, para los soldados mexicanos, media poco más de un metro ochenta y estaba íntegro, salvo su dentadura postiza y unas rodillas que le daban mucha lata.
Mira hijo, comenzó diciendo don Pedro, en esa época yo era teniente y sí me tocó ver muchas cosas, pero no se cuentan a cualquier persona, ¿Esta claro?
Es que en la escuela me pidieron de tarea que llevara algo de tarea.
Bueno pues te cuento un par de cosas y tu decides qué poner. Al fin, ya pasaron más de cincuenta años.
Si abuelo, gracias. Entonces oprimió el botón del teléfono celular de su madre y comenzó a grabar.
Recuerda que en ese año serían las olimpiadas, era un momento importante para México. Tendríamos los ojos de todo el mundo puestos en nuestro país. Pero los muchachos de la universidad no cedían, hacían manifestaciones, marchas todos los días, parecían imparables.
Desde mi cuartel general, los colegas creíamos que eran unos comunistas, unos alzados, pero nada más. Siempre pensamos que la policía daría cuenta de ellos. A la distancia parecían un puñado de revoltosos que no durarían mucho. Hasta aquella mañana del dos octubre, cuando nos llamaron a pasar lista.
Habían llenado de combustible las tanquetas y nos pidieron que revisáramos las armas: cargadas y listas para la acción. Tenía un mal presentimiento desde la mañana, mis botas no dieron el lustre exacto, se quemó el desayuno. El general amaneció enfermo, la tropa estaba en tensa calma.
Salimos en los camiones del ejército. Mis órdenes habían sido contener a las multitudes: jamás pensé que pasaría después. No eran un puñado. Eran miles los que habían tomado las calles. Llegamos a la plaza de las tres clturas y nos desplegaron por las calles.
En lugar de contener a las masas, la instrucción había cambiado: nadie entra y nadie sale del perímetro. Desplegué a mis hombres en las esquinas de varias cuadras; algunos cerca del edificio Chihuahua. Un silencio permitía escuchar el chiflido del aire que golpeaba rostros y refrescaba el sudor frío que sentíamos.
Alcance a ver en las azoteas como se movían hombres armados: ¿Serán nuestros? ¿Serán policías? No había recibido instrucciones de llevar francotiradores, a lo mejor vendría algún político y tendríamos que darle protección. El día comenzaba a caer y los jóvenes seguían llegando. Algunos nos miraban con extrañeza, los más imprudentes nos insultaban, varias jovencitas llenaron con flores cascos y cañones en señal de amor y paz, la consigna internacional del cambio. No sabíamos que vendría después.
Al caer la noche muchos habrían muerto.
¿Tu disparaste abuelo?
Don Pedro enmudeció. No sabía qué decir. La verdad lo condenaria, la mentira lo hundiría. “Mejor te sigo contando” sentenció.
Con mis hombres arrestamos a varios jóvenes. Los pusimos contra la pared, algunos llevaban bombas molotov, otros navajas, pero ninguna arma. Les quitamos carteras relojes y los guardamos en bolsas. La nueva instrucción había sido llevarse a los vivos al campo militar. Los heridos se remataban y se fueron junto con los muertos. El sitio estaba lleno de sangre, muerte y lluvia. El cielo había llorado con nosotros.
Las jovencitas gritaban, los hombres estuvieron sumisos, callados, sorprendidos y en estado de shock después de oír los primeros disparos. No sé quien comenzó, no sé de donde vino, yo sólo dispare en dirección de lo que oía, me protegía y mis hombres reaccionaron igual.
Llenamos camiones, camionetas de gente que se fue al campo militar. Algunos fueron a supervisar el edificio 2 de Abril, que no hubiera nadie, que no quedaran testigos, que nadie se fuera a salir del perímetro. Un cabo me contó después que encontró unos niños aterrados en un departamento, los dejo pasar ¿Qué contarían unos niños como tú, Raulito? ¿A donde se los podría llevar? Le dije que hizo bien y sellamos nuestros labios para siempre.
Regresamos al cuartel cerca de la madrugada. Con las manos llenas de sangre, de agua, de sudor, empuñando las armas reglamentarias, pero en ningún rostro ví alegría, todos mirábamos al infinito sumidos en nuestros propios pensamientos en nuestra propia y mortal vergüenza. Apenas llegamos y me tocó ver los cuerpos, esas miradas vacías, sin vida, sin el empuje de los jóvenes que se estaban clasificando, contando, llevando en otros camiones a quien sabe donde, nunca lo supimos, nunca preguntamos.
De los “vivos” sólo supe lo que pasó al día siguiente. Unos, los que tenían influencias, los dejaron ir. Abrieron la puerta y a punta de pistola les amenazaron diciendo que sabían su nombre y su dirección, que no dijeran nada o que los irían a visitar. Los que no tuvieron suerte se fueron a Lecumberri, esa vieja cárcel política, impenetrable, secreta y escondida, otros tantos a los separos y unos más se los llevaron con destino desconocido, marcados de por vida. Eran muchos hijo. Aún siguen ahí creo yo, igual de viejos, casi muertos.
¿Por qué siguen ahí abuelo? ¿Por qué no los dejan ir? ¿Cometieron algún delito?
Ninguno hijo, solo reclamar libertad, exigir democracia, protestar contra la política de aquél entonces. Su mayor pecado fue estar en el lugar equivocado a la hora equivocada. Como yo. Nada me hubiera gustado más que pedir mi licencia ese día, o estar enfermo para no tener que contarte estas cosas, para no tener que recordar, para no tener que olvidar cada noche aquellas miradas vacías del 68.