Noviembre 18, 2024
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Cuentos para presidentes

IMPULSO/Rodrigo Sandoval Almazán

Godinez 3.0

El escritorio y yo somos uno mismo, después de casi diez años juntos, me cuesta mucho separarme de él, hemos sido amigos, confidentes, cómplices y hasta compadres. El escritorio tiene nombre y apellido: es el N3214562, así dice la ficha de inventario: tres gavetas y una amplia base para extender todos mis papeles, oficios y demás. Antes sellaba manualmente las cosas, ahora, gran parte del escritorio lo ocupa mi computadora, pantalla, teclado y ratón (todos también con el folio W956201)

Con el cambio de Gobierno, lo tengo que abandonar, sí, la burocracia tradicional se terminó la semana pasada. A mí me fue bien, pero a mis compañeros de la Cámara de Diputados no tanto, perdieron la mitad de su vida. Imaginen, dejaron de recibir los jugosos bonos quincenales, la renta del teléfono celular, hasta vales de gasolina de sus jefes. Ahora se tendrán que rascar con sus propias uñas, pagar su gasolina, su teléfono y vivir esperando la siguiente quincena.

A nosotros nada más nos quitaron la pantalla de 50 pulgadas que habíamos comprado para ver el mundial -bajo consentimiento del jefe-, la cafetera y la chamba. Sí, tuve que renunciar, adiós al burócrata 2008103852-M. Al parecer, tendré que buscar un trabajo de verdad.

Voy a extrañar las mañanas, cuando empezaba el ajetreo como a las once del día. Después de desayunar y cotorrear la última noticia política o social del momento. Sí, claro, había que hacer antesala para hablar con el jefe o con el director o con el secretario. Ellos llegaban a esa hora -o más tarde, según el día-, luego, se prolongaba ese silencio incómodo del “¿ahora qué hago?”, en el que el internet era nuestro mejor aliado, revisar el Facebook, los portales de noticias y tratar de vaciar la bandeja de entrada de correos electrónicos que llegaban todos los días. Una vez hecho esto, ahora sí, a trabajar.

Revisar papeles, oficios, entregas, asuntos, juntas, llamadas telefónicas, reuniones cortas… hasta que nos daban las cuatro de la tarde en punto: hora de salir a comer.

Dos horas de rigor para regresar caminando y digerir la comida. A eso de las seis de la tarde, ya estábamos listos para la segunda etapa del día, era cuando los jefes llaman a acuerdo, a tomar notas y programar el trabajo del día siguiente, supongo que ellos recibieron instrucciones por la mañana, entregaron los reportes del día anterior o se fueron con sus amantes y sus amigos hasta que sus jefes los llamaron.

Así funcionaban las cosas, los acuerdos se tomaban en las mañanas y salíamos por la tarde a operarlos a través de todo el papeleo, llamadas, juntas, reuniones aburridas hasta bien entrada la noche, hasta que se termina la jornada.

Pensarán que había muchas horas “muertas”, pero yo me la pasaba investigando cosas para mi jefe: horarios, citas, llenar los huecos de conocimiento que requería para sus discursos. Muchas cosas que les parecerán poco productivas, pero para él eran importantes, aunque nunca recibí una felicitación o al menos un “lo estás haciendo bien”, o ya tan siquiera “corrígele esto, por favor, así quedaría mejor”, ¡jamás! A veces pienso que mi trabajo se iba directo a la basura o quedaba en el ‘spam’ del teléfono de mi jefe.

Durante el día, había que estar atento a lo más importante: “los bomberazos”, esas decisiones repentinas para buscar información, aportar datos, generar reportes de la nada. En eso, yo era un mago, sacaba del último rincón de la red algún reporte con datos bien escritos, llamaba a un par de secretarías para que me pasaran el Excel, lo mandaba a diseño y me regresaban unas gráficas perronas para apantallar a cualquiera en la reunión y le lanzaba la carpeta mágica al jefe o al secretario particular, que se la hacía llegar en el acto al jefe máximo presumiendo que él y sólo él había hecho semejante proeza.

A mí no me importaba, yo no me quería codear con los dioses del Olimpo porque así mantenía mi chamba, discreta, callada, pero potente. “Si subes mucho [me dijo alguna vez el señor del archivo con cincuenta años aquí], caerás desde muy alto, mejor un perfil bajo, pero permanente, muchacho”.

Pero todo lo bueno se acaba, allí se quedó la tranquilidad de la oficina, las horas muertas, las señoras de las gorditas, la doña de las tortas de mole, la muchacha que vende joyería que está como quiere y las señoras de los mil catálogos. Ahora tendremos que ir hasta las tiendas y comprar cosas, yo ya no sé andar en la calle. Tanto tiempo estuve encerrado en la oficina que no sé por dónde moverme, todo lo veo nuevo, hasta miedo me da ir al centro.

¿Qué vamos a hacer los burócratas que nos mimetizamos tanto con la oficina?, ¿encontraremos otro trabajo como este?, ¿tendremos que ir a un trabajo “normal” donde haya que echarle ganas para conseguir dinero?

Tan pegado estoy a la nómina que enmarque mi último talón de pago, no lo quería perder, qué tal si regreso a la nómina algún día.

Este señor Obrador si nos pasó a amolar, hombre, tan bien que estábamos, yo pienso que el país sí se mantenía a flote con nosotros, todo lo que aportamos, las decisiones que hicimos para cambiar a México, fuimos nosotros. No crean que los políticos o los jefes, nosotros llevamos esas firmas de licitaciones, sabemos dónde están los archivos secretos, las cláusulas ocultas, fuimos nosotros los que hicimos presupuestos, proyecciones, los que tenemos archivados los proyectos más importantes. Nosotros, la burocracia, somos lo que mueve el país, lentamente, pero se movía.

Lástima, lo siento por ustedes, ahora, no sé quién les va a controlar todo el proceso administrativo, no saben ni dónde quedaron los archivos, bueno, yo hasta me traje los discos duros y nadie me dijo nada (digo, por si acaso me vuelven a contratar, no crean que los robe, están bajo resguardo).

Bueno, pues, los dejo, empezaré a buscar chamba, tal vez me contraten en el Estado de México, me cuidan el escritorio, el sello, la compu y la oficina… me van a extrañar. Godínez 3.0.