Diciembre 25, 2024
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Cuentos para Presidentes

La ciudad perdida
Rodrigo Sandoval Almazán

Habían pasado largos años para que regresara a su ciudad. Pero al caminar por ella ya no era suya, se la robaron. Ya no estaba aquél viejo restaurante de platillos suculentos y típicos que encontrabas debajo de los arcos del portal. Con sus mesas bien puestas con manteles y servilletas de tela, hacia el lugar mas escondido encontrabas esa vieja cocina y al frente un gran ventanal para lucir quien podría estar cenando, desayunando o simplemente tomando un buen cafe… pero hoy, no había nada ahí.
Al seguir su marcha por lo que recordaba que era la zona céntrica de su ciudad no pudo encontrar el edificio donde se había construido ese viejo cine que alguna vez visitara. Había olvidado su nombre pero no su olor a viejo y desgastado, con sus butacas de tela roja, algunas rotas y otras con buenos cojines. Aquél cine le traía recuerdos de los tres cines de la ciudad que se disputaban las audiencias, cuando hacían una larga fila que daba vuelta a la cuadra para comprar esos boletos de papel carton, rígido, pero no tanto para que fuera cortado por el cuidador de la entrada. Ya no quedaba nada de ello. Ni marquesinas, ni puertas, ni pantallas, ni cines.
En su caminar buscaba esa antigua farmacia azul y rojo que despachaba en la esquina, atiborrada en el invierno por madres preocupadas por sus hijos con catarro que buscaban el alivio del Vick o de las pastillas homeopáticas. Olvidó si acaso, la peluquería de viejas sillas rojas y grandes espejos que se hallaba en esa pequeña calle que casi nadie transitaba o la estética donde iba Mamá a arreglarse el cabello por años y años, que ya no estaba ahí.
Se acordaba de esa escuela donde había aprendido a mantener su salud, a respirar y a meditar. Ya no estaba ahí. Sólo quedaban aquellos inmóviles testigos que veían el deterioro de mi ciudad: los templos. Esas iglesias centenarias de cúpulas redondas y viejas campanas, que olían a incienso en su interior y que mostraban viejas pinturas murales o vitrales con escenas religiosas habían visto nacer y morir al centro de la ciudad.
El viejo squash donde había departido con amigos y extraños, intercambiando pelotazos y groserías para terminar con el stress después de varios sudorosos partidos. No estaba donde lo había dejado la última vez.
Se resistían a morir la vieja tortería a la que sus amigos preparatorianos acudían cada que podían y cuyos olores y sabores regresaban a su mente y su nariz; la tienda de regalos donde compraba las corbatas caras de su padre y el regalo del 10 de Mayo de Mamá. La heladería típica que aún despachaba en esos conos redondos y oscuros que tanto le habían sorprendido la primera vez, seguían ahí en su sitio, moribundos, esperando el golpe mortal. Se alegró a verlos de pie, enteros, resistiendo el embate del tiempo y del gobierno municipal, pero debía seguir su marcha.
Ya no encontró los dulces tradicionales que le gustaban tanto, llenos de moscas y mosquitos que pululaban a su alrededor por el sabor azucarado, no estaban donde los había dejado la última vez; tampoco esos baños públicos a los que alguna ocasión se había animado a entrar y donde conoció a sus viejos maestros y amigos que frecuentaban el lugar para conversar en el sauna o el vapor hasta sentirse suficientemente acalorado y darse un buen baño.
La ciudad se había perdido.
El centro de la ciudad ya no estaba ahí. Lo habían secuestrado los bandidos que cobraban el derecho de piso, las mafias que controlaban bares, antros y prostíbulos. Ese maravilloso centro, lleno de museos y de plazas públicas estaba abandonado, lleno de basura, por que el gobierno municipal lo abandonó a suerte, terminó por exprimirle la última gota de riqueza a sus comerciantes y olvidó hacer su trabajo para levantarlo y hacerlo próspero.
La ciudad estaba perdida, abandonada, secuestrada, sucia y podrida. Por que nadie la cuidó. Ni sus ciudadanos sacaron al mal gobierno, ni los gobernantes tuvieron contrapesos que les obligaran a rendir cuentas, a trabajar para adaptar su ciudad como tantas otras en este país que ahora son ciudades inteligentes, donde la abunda la riqueza, impera el orden, seguridad y limpieza. Apoyadas con la última tecnología disponible le brindan a sus ciudadanos una mejor calidad de vida, a los comerciantes un lugar donde invertir y florecer, a los compradores un sitio seguro donde divertirse con sus familias y comprar.
El lo sabía había caminado por aquellas urbes que se encontraban a pocas horas de su ciudad. Ninguna de ellas había perdido su historia, ninguna casa vieja derruida, ningún antiguo comercio olvidado, solo transformados, modernizados, hechos a la medida de una nueva era que usa más tecnología para tomar mejores decisiones.
Mientras se sentaba en la sucia plaza principal, con la fuente seca que olía a orines, por su mente pasaban los nombres de aquellas capitales estatales, recordaba sus plazas cívicas y sus alrededores para preguntarse: “¿Por que se ha perdido mi ciudad? ¿Quiénes la han olvidado? ¿Los ciudadanos o los alcaldes?

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