Noviembre 23, 2024
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Cristal de Roca

IMPULSO/Cecilia Lavalle

Le ofrezco disculpas por mi silencio. Disculpe mi ausencia. Le explico: Trenzaba mi tristeza. O eso intentaba. Y, usted sabe, cuando de tristeza se trata, casi no hay espacio para nada más.
Paola Klug escribe: “Decía mi abuela que cuando una mujer se sintiera triste lo mejor que podía hacer era trenzarse el cabello; de esta manera el dolor quedaría atrapado entre los cabellos y no podría llegar hasta el resto del cuerpo; había que tener cuidado de que la tristeza no se metiera en los ojos pues los haría llover, tampoco era bueno dejarla entrar en nuestros labios pues los obligaría a decir cosas que no eran ciertas, que no se meta en tus manos –me decía- porque puedes tostar de más el café o dejar cruda la masa; y es que a la tristeza le gusta el sabor amargo.
Cuando te sientas triste niña, trénzate el cabello; atrapa el dolor en la madeja y déjalo escapar cuando el viento del norte pegue con fuerza…”.
Y en verdad lo intenté. Pero ni un listón se quedó quieto mucho tiempo. Entonces decidí no tostar café para acurrucarla en mis manos. Y cuando salía a respirar le soplaba para que volara con el viento del norte o del sur. No funcionó. Volaba un rato y luego se acomodaba en mi pecho. Por eso empecé a respirar cortito.
Después reclamó más espacio. Me di cuenta porque empecé a jalar aire con la boca y a exhalar como en un suspiro largo, lento.
No pude trenzarla. No puedo. Acaso no se pueda. Porque hay tristezas que no se trenzan con ningún lazo.
Mi hijo Alejandro murió. Murió de cáncer. Uno que lo tomó por sorpresa una tarde de agosto y se lo llevó una noche de abril.
Su voluntad de vivir lo llevó por una ordalía que duró ocho meses. Ni el miedo, ni el malestar, ni todo lo que el cáncer o el tratamiento le fue arrebatando le quitó un ápice de voluntad.
Resistió contra el pronóstico. Soportó meses de dolor aun cuando dijeron que sus posibilidades de vida alcanzaban, en el mejor de los casos, 25 por ciento y, acaso, sólo tres meses. “Lucharé hasta que deje de tener sentido”, dijo. Pero siguió luchando cuando dejó de tener sentido, cuando el cáncer formó un ejército y colocó murallas entre su corazón, su diafragma, su esófago, su hígado.
Hasta que un día dijo: “Ya acabé. Estoy cansado”. Y la tristeza que entre todos habíamos trenzado se nos fue colando por los ojos, por las manos, por el pecho.
Logramos, no obstante, mantenerla a raya. Lo suficiente para ayudar a que pusiera en orden todos sus asuntos pendientes. Lo necesario para despedirnos con amor y gratitud. Lo indispensable para abrazar con él cada día que la vida nos regalaba.
Pero cuando llegó su muerte no hubo trenza que trenzara tal tristeza. Acaso debí utilizar lazos más resistentes o de mayor colorido. Acaso nada sirva. Acaso no haya lazo ni malla capaz de contener tal tristeza.
Porque un dolor así deja cualquier alma al aire. Un dolor así nos inunda sin permiso ni protocolo. Un dolor así nos abraza y moja de sal el corazón desnudo.
Hay veces que no es posible trenzar la tristeza, concluyo. Sólo se puede caminar descalza por el dolor. Y, en todo caso, llegar a acuerdos mínimos con ella. Por ejemplo, que no coloque nubes en los días más soleados ni sombras en la felicidad cuando venga de visita.

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