Diciembre 23, 2024
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IMPULSO/ Cecilia Lavalle*

Reinas sin corona

Me mira con los ojos a punto de desbordar un par de años de tristeza. “Es que él no era así”, me dice; “cambió cuando nos casamos”, agrega; “y no le doy motivo”, explica; “ya no puedo más”. La presa de sus ojos se rompe y el río se desborda.

 

María es muy joven. Deduzco que tiene poco más de 18, aunque es difícil precisarlo, porque la opresión y el dolor avejentan más rápido que un reloj de arena sin calibrar.

En el bachillerato se enamoró de un hombre tan joven como ella. Antes de un año estaba embarazada y casada con ese hombre que, me dice, la trataba como reina.

–¿Cómo se trata a una reina?–, le pregunto.

–Estaba pendiente de mí todo el tiempo–, me contesta María como si fuera obvia la respuesta.

–¿Y eso qué significa?–, vuelvo a preguntar sin darme por enterada de la mirada de “obvio” que me acaba de entregar.

–Pues estaba cerca de mí, me acompañaba a todas partes, me hablaba o me mandaba mensajes a cada rato.

–¿Para qué te hablaba a cada rato?

–Para saber dónde estaba o qué hacía.

–¿Y eso te parecía bien?

María levanta los hombros en ese gesto que lo mismo dice “no lo sé” que “ya no importa”.

–¿Y nunca estabas sola? ¿No salías con tus amigas, con tus amigos?

–No, a él no le gustaba, decía que mis amigos eran unos vulgares y mis amigas no le caían bien. Decía que mejor salir juntos porque así él me protegía.

–¿De qué te protegería?

María me mira con cierta sorpresa. Nunca se había preguntado eso. Y, claro, no tiene respuesta. Como no la tiene cuando le pregunto por qué le revisaba el celular o decidía qué debía vestir o qué no, o cuándo y con quién salir.

Al casarse, “el rey” se sintió con título de propiedad, y la trató como tal. La revisión del celular se volvió una costumbre que se llevaba a cabo dos veces al día, en su guardarropa ya no había un solo vestido, a las amigas no las veía casi nunca, y los amigos se habían esfumado.

Llegó el momento en que María ya no podía siquiera visitar a su madre, había sido encerrada más de una vez en su propia casa, y al menos hubo un intento de violación y una amenaza con un cuchillo.

Para cuando me contó su historia, María lo había abandonado y estaba por solicitar el divorcio e iniciar una demanda por violencia.

Pero hasta que no platicamos, María no había caído en cuenta de que, en realidad, había vivido violencia todo el tiempo, y que sólo había cambiado el modo y el tono.  

 María es una de las miles de jóvenes que no identificó la violencia en el noviazgo, que malinterpretó todas las señales que él enviaba de “eres de mi propiedad y yo te controlo”.

 Y es que solemos aprender una retorcida idea del amor que a las mujeres nos sale muy cara.

 Aprendemos que el amor es posesión. Pero tarde nos damos cuenta de que somos nosotras el objeto que se posee. Aprendemos que los celos son amor, y sacamos de la ecuación el control que implican.

Aprendemos en clave de “amor romántico” lo que en realidad es una cárcel estrecha donde hay rey, pero la reina no tiene corona, no tiene poder, es una súbdita a la que sólo se le permite callar y obedecer.

El amor debe implicar una relación entre dos personas que se perciben y se tratan como iguales. Lo demás, es puro cuento. Un cuento de reyes y reinas, donde las reinas, sin corona, pierden.

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