Octubre 7, 2024
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IMPULSO/José Antonio Crespo

Porfirio Díaz; autócrata modernizador

Profesor del CIDE

Si se evalúa a Porfirio Díaz a partir de valores morales o abstractos, saldrá mal parado. Es lo que hacen las interpretaciones oficialistas de la historia, a partir, además, del régimen bajo el cual se escribe.

Es natural que el régimen priista, surgido de la caída del Porfiriato, ubicara a don Porfirio en el averno histórico (junto con otros villanos como Santa Anna, Victoriano Huerta y conservadores mexicanos a quienes combatió en la guerra de Reforma e Intervención). Pero, desde una perspectiva estrictamente sociológica y politológica, no saldría tan mal evaluado.

Tomemos por ejemplo el esquema desarrollado por Samuel Huntington para vincular la modernización social con el desarrollo político en una perspectiva comparativa (“El orden político de las sociedades en cambio”, 1968): decía que en países donde prevalecían fuertes grupos conservadores (clero y nobleza feudal, típicamente), para poder avanzar en la modernización social y económica era menester, primero, centralizar el poder político en un actor comprometido con ese proceso, sólo así se lograría neutralizar el esfuerzo de los tradicionalistas contra dichos esfuerzos modernizadores.

Sin tal centralización (es decir, algún tipo de autocracia), los grupos opuestos a la modernización utilizarían su respectivo poder político para obstruir eficazmente semejante esfuerzo. En tal caso, estuvieron varias sociedades europeas (no Inglaterra, caso especialísimo) que centralizaron el poder político para empujar las primeras etapas de modernización social, económica y cultural, como la monarquía absoluta (los Borbones en Francia, los zares en Rusia o diversos déspotas ilustrados en otros países).

Había por tanto que sacrificar temporalmente la democracia política para avanzar significativamente en la modernización social. El intento de empatar modernización social con democracia política provocó que los sectores tradicionalistas utilizaran esos espacios de participación (incluyendo los congresos) para entorpecer y detener toda reforma modernizadora.

No se podría avanzar ni en el terreno socio–económico ni en el político. Fue justo ése el caso de los países latinoamericanos, que, teniendo fuertes sectores tradicionalistas como los de Europa continental —la Iglesia católica y la oligarquía terrateniente—, los liberales habían intentado por años aplicar simultáneamente el modelo democrático, al tiempo de impulsar reformas modernizadoras. El resultado fue que los sectores tradicionalistas habían utilizado su poder político y las instituciones políticamente descentralizadas para impedir dichas reformas modernizadoras, lo que se había traducido en golpes de Estado y guerras civiles. Ése fue el panorama mexicano de casi todo el siglo XIX.

La pugna entre liberales (modernizadores) y conservadores (tradicionalistas) se tradujo en un largo periodo de anarquía e inestabilidad. Para avanzar en la modernización social y económica, era menester concentrar, primero, el poder político en una dictadura modernizadora (como lo había sido la monarquía absoluta en Europa) que quitara el poder a los tradicionalistas y diera impulso eficaz a las primeras etapas modernizadoras.

Ésa fue la función que cumplió Porfirio Díaz, si bien hubo de simular y mantener un formato democrático por dos razones: 1) los gobiernos de Juárez y Díaz eran herederos del triunfo histórico de los liberales. 2) la democracia —aunque no lo fuera en la práctica— era también un requisito exigido por Estados Unidos.

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