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IMPULSO/Arnoldo Kraus
Prosperidad

Pertenezco a un club sui géneris, inexistente, innominado e intrascendente: el de las personas a quienes nos gusta citar números y cifras cuando hablamos o escribimos sobre realidades no banales, pero sí banalizadas; justicia social, pobreza/riqueza, esperanza de vida y causas de muerte en países ricos y pobres son temas recurrentes del club preocupado por las enfermedades del mundo. Una cita de Nietzsche acerca de la prosperidad, extraída del gran libro de Rob Riemen, Para combatir esta era (Taurus, 2017), me remitió de nuevo a las preocupaciones del club: ¿realmente ha progresado la humanidad?, ¿es ético hablar de progreso cuando los números de los otros indican que cada vez hay más otros depauperados y sin esperanzas?
En sus apuntes de 1886-1887, el pensador alemán, de acuerdo a Riemen, señaló la “permanente amenaza de agresión oculta bajo la superficie de la prosperidad”. Y cita a Nietzsche: “el bienestar desarrolla la sensibilidad, se sufre por las cosas más pequeñas; nuestro cuerpo está mejor protegido pero nuestra alma está más enferma. Y así puede decirse que, junto a la ganancia de la vida cómoda y la libertad de pensamiento, han aparecido también la envidia rencorosa, la impotencia del presente y el sufrimiento de la duda”.
La prosperidad del individuo, a la cual se refería Nietzsche debe contextualizarse con el progreso de la humanidad y de las naciones. La prosperidad es un bien al cual pueden acceder las personas protegidas por el entorno social y nacional. Quienes nacen endeudados no tienen la oportunidad de triunfar.
La geografía contemporánea es contundente, su realidad también, el progreso de algunos grupos o países es inversamente proporcional a la posibilidad de prosperidad de otras sociedades o naciones. Razones sobran: quienes progresan suelen no sentirse satisfechos con lo que tienen y buscan acumular más, ascender en las esferas económicas y sociales casi nunca conlleva el fortalecimiento de la conciencia social; aunque los expertos afirman, por ejemplo, que sobran alimentos en el mundo para nutrir a toda la población, la realidad es otra: cada día mueren en el mundo 25 mil personas por hambre.
Siempre me ha inquietado la idea siguiente: las bonanzas del conocimiento y del progreso, al no distribuirse “un poco mejor”, reafirman la crudeza del mundo, e invitan a pensar en las razones, o las sinrazones, por las cuales los hacedores de la prosperidad y del conocimiento no buscan fortalecer la conciencia social. Reforzarla debería ser meta paralela de las conquistas producto del progreso. No lo es. Y no lo será. Fomentar valores éticos no forma parte de los proyectos contemporáneos de los encargados de la prosperidad.
Algunos de sus voceros, como el Banco Mundial o el Fondo Monetario Internacional reflejan los intereses de los dueños de la prosperidad. Entresaco dos datos. Primero. En 2000, había seis mil millones de habitantes; en 2016, siete mil 400 millones. Segundo. De acuerdo a las últimas estimaciones del Banco Mundial (2016), 12.7% de la población mundial vivía con menos de 1.90 dólares al día en 2011, cifra inferior al 37% de 1990 y al 44% de 1981. Aunque para los encargados de las políticas mundiales los números previos siembran optimismo, para los mil 400 millones de nuevos habitantes, y para quienes tienen que pervivir con 1.90 dólares al día (antes se hablaba de 1.25 dólares) los porcentajes no brindan alegría, más bien, siembran desasosiego: basta repasar las diferencias entre los precios de “la canasta básica mexicana” en 1981 y en 2016, reflexionar en el número de nuevos habitantes en nuestro país y de las fluctuaciones de la moneda mexicana. El hambre, la desnutrición crónica y las enfermedades de la pobreza no saben de números. Su mentor es la realidad.
Por ahora, el mundo de los excluidos, de los refugiados, de los desplazados, de los indocumentados, sólo representa una pequeña amenaza.

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