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IMPULSO/ Arturo Sarukhán
Yo acuso

“Diosito, espero que haya grabaciones”, con esa respuesta insólita al comparecer ante el Senado estadounidense en referencia a la posibilidad de que el presidente de Estados Unidos hubiese efectivamente grabado sus conservaciones en la Oficina Oval, el ex director del FBI, Jim Comey, prendió la mecha de un proceso que hoy encuadra al mandatario estadounidense en una trama que podría conducir a cargos de obstrucción de la justicia. Se dice fácil, pero el testimonio de Comey, defenestrado por el presidente hace un mes, es el más lapidario por parte de un funcionario de procuración de justicia estadounidense desde los días de Watergate o la investigación Irán-Contras. En gran medida, es un autogol anotado por el propio Donald Trump como resultado de su decisión de despedir a Comey. El caso nace de la potencial colusión de la campaña de Trump con la interferencia y hackeo rusos durante la contienda presidencial. Pero ahora, la trama ya no es, para efectos prácticos, sobre eso, se trata, como en los cánones cinematográficos de la era de “House of Cards”, de encubrimiento.
Es cierto que Trump obtuvo lo que buscaba como resultado de la audiencia: la ratificación de que, durante la gestión de Comey, el Presidente no fue sujeto de investigación. Pero a Trump parece escapársele que la audiencia y lo que ocurrió en ella van mucho más allá de eso. Como tal, no fue sobre si el presidente está bajo investigación en torno al papel que jugó Rusia en la elección. Comey estaba rindiendo testimonio para determinar si Trump interfirió o no en la investigación sobre los vínculos entre el equipo de campaña y transición del candidato/presidente-electo y esfuerzos rusos por incidir en la elección, así como sobre la relación del ex asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, Michael Flynn, y el gobierno ruso. Y Comey esencialmente acusó de manera frontal y directa al presidente de mentir y pretender obstruir esa investigación. Ello, junto con las revelaciones la semana pasada en el sentido de que el presidente también pidió a los directores de Inteligencia Nacional y de la Agencia de Seguridad Nacional (NSA) detener la investigación del FBI, hacen que hoy la litis sea si Trump buscó torpedear el Estado de Derecho. No hay que olvidar que la cláusula primera del juicio político contra Richard Nixon —que lo llevaría a renunciar— fue referente al encubrimiento y obstrucción de justicia y no al crimen de origen al haber ordenado intervenir las oficinas del Partido Demócrata en el edificio Watergate.
Yendo hacia adelante, es evidente que Comey —quien ciertamente no es la Madre Teresa de Calcuta y tiene mucho que responder por la manera inescrupulosa en la cual se insertó en la campaña presidencial a 10 días de la votación— parece estar en la antesala de lo que será una campaña virulenta de desprestigio y difamación. Habrá innumerables filtraciones, especulaciones y noticias falsas en los días por venir, en un patrón harto conocido en Washington: usualmente los que hablan no saben nada y los que saben algo no hablan. Pero más allá de Comey, parece haber, junto con la del encubrimiento, dos piezas adicionales a este rompecabezas: colusión y quid pro quo. Si bien no hay pruebas en este momento de vínculos directos entre las acciones rusas en la campaña y Trump, el hecho de que Comey mismo subrayó que había cuestiones demasiado sensibles para discutir en sesión abierta (hay que recordar que hubo una sesión a puerta cerrada) sugiere que ese tema no está saldado. Trump, después de todo, públicamente instó el 27 de julio de 2016 a los rusos para que hackearan los correos electrónicos de Hillary Clinton y luego celebró las fugas resultantes de WikiLeaks.
Reuters, por ejemplo, apunta a que hubieron al menos 18 contactos durante los últimos siete meses de campaña entre gente cercana a Trump y Rusia.

: La investigación a cargo del fiscal especial independiente, el ex director del FBI Robert Mueller, seguirá avanzando y adquiriendo tracción.