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IMPULSO/ Gabriel Guerra Castellanos
Avestruces optimistas

Pobres avestruces, tienen muy mala fama, no sé si justificada o no porque, ciertamente, no soy un experto en esa especie animal, pero se dice de ellas que, ante un riesgo o peligro su reacción, meten la cabeza bajo tierra. Aunque seguramente ésa es una leyenda urbana (o zoológica), se ha convertido en una metáfora para ilustrar la negación, el no reconocimiento de un problema.

Así, la política del avestruz es sinónimo de vivir en una realidad alterna en la que todo marcha bien y lo demás no se ve, no se atiende, y por supuesto no se entiende.

El ascenso de Donald Trump y su llegada a la Casa Blanca han generado una variante del síndrome del avestruz. No hay manera, por más que uno esconda la cabeza o cierre los ojos, de negar la realidad: Donald Trump está ahí, y no hay forma de ignorarlo ni de olvidarlo. Sus decretos, sus discursos, sus temibles tuits, nos lo recuerdan a cada instante, y el estilo mañanero del presidente nos obliga a ver todos los días bien temprano que esto no es una pesadilla, es la nueva realidad.

Y entonces, en una reacción natural de defensa, surge la esperanza, la expectativa, de que Trump no termine su periodo, que sea destituido ya sea por la vía del impeachment o por la de alguna otra maniobra burocrático administrativa. Y vaya que si Trump ha dado motivos para ello, como ya lo referí ayer en un texto publicado en el Dossier Internacional de este diario. Pero la política real no es acerca de lo que la gente merece o de las consecuencias que deberían tener sus acciones y omisiones, sino de lo que es más probable que suceda. Y lo más probable es que Donald Trump sí termine su primer mandato y que busque la reelección.

No voy a negar lo obvio: la personalidad impulsiva, mercurial de Trump lo hace ser un presidente especialmente riesgoso para su país y para el resto del mundo. En tan solo cinco semanas ha provocado tensiones y conflictos con naciones aliadas y enemigas, y ha elevado notoriamente la temperatura del termometro social estadounidense. Tanto sus detractores como sus partidarios están enardecidos, se sienten llamados a la batalla. Unos invocan —con algo de hipérbole— la “resistencia”, mientras los otros quieren, en palabras del malévolo estratega e ideologo trumpiano Stephen Bannon, “recuperar su país”.

Hay ya en EE.UU., y está documentado, un preocupante aumento de crímenes de odio y de incidentes en los que raza o religión juegan un papel importante. Los nuevos poderes otorgados a la policía migratoria parecen encaminados no sólo a aumentar el número de deportaciones, sino a aislar cada vez más a las comunidades en las que viven indocumentados, de la nacionalidad que sean. Y eso sólo contribuirá a hacer de EE.UU. un país más desigual, más injusto, más polarizado. Nada más contrario a los ideales de sus fundadores, pero eso es lo que nos toca vivir en este momento de la historia.

Me gustaría compartir el optimismo de quienes creen que Trump dejará la Casa Blanca anticipadamente. Pero me parece que, si bien la lucha por combatir cualquier acto ilegal de un presidente es loable, ésa es una tarea para los activistas y no debe distraer a los hombres y mujeres de Estado, a los políticos y diplomáticos profesionales, a los empresarios, a los líderes sociales, a los que tienen la obligación de trabajar todos los días para impedir que el discurso del odio, de la exclusión, del aislacionismo, de la discriminación, se asiente en el mundo.

Para México, hay mucho en juego, como lo hay también para EE.UU. y para el resto del mundo. Las esperanzas y las ilusiones de que la pesadilla termine pronto no pueden ser reemplazo del trabajo serio y dedicado que a cada quien corresponde.

Las avestruces no esconden la cabeza. Son rápidas, ágiles, y capaces de pelear ferozmente cuando sus crías están en peligro. @gabrielguerrac www.gabrielguerracastellanos.com

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