IMPULSO/Edna Jaime
La reforma penal, la que se aprobó en 2008 y cuyo periodo de implementación formal concluyó hace un año, avanza con muchas dificultades. Es una reforma enorme, es un cambio que toca la esencia misma del Estado mexicano. Resulta curioso que desde distintos sectores de la sociedad mexicana clamemos por fortalecer el Estado de Derecho en el país y no calibremos la importancia de esta reforma como central para el objetivo que decimos perseguir.
La reforma penal implica la profesionalización de las instancias estatales que forman parte del ciclo de justicia. Desde el policía que se constituye en el primer respondiente en un acto criminal, pasando por la investigación a cargo de las procuradurías, la defensa del inculpado, la valoración de pruebas por parte del juzgador para determinar si existen elementos para un fallo incriminatorio y la ejecución de una sentencia. Todo esto funcionaba muy mal en el país. Decidimos con la reforma constitucional del 2008 transformar estas estructuras con cuatro principios orientadores: la presunción de inocencia, la transparencia, el apego al debido proceso, el respeto a los derechos de víctimas e inculpados, ésta es una reforma civilizatoria, necesaria para nuestra imperfecta democracia.
A toro pasado, como suele decirse, es posible sugerir que quisimos lograr mucho en una sola jugada. Que la reforma macro comprende muchas a nivel micro que pudieron haberse segmentado para elevar las probabilidades de éxito. Policías primero, ministerios públicos después y así sucesivamente. Pero el hecho es que tenemos un proceso en marcha, la oportunidad de un cambio refundacional para nuestro país. Sería costosísimo detener el proceso y dejarlo a la deriva.
La reforma del 2008 fue posible por el impulso de una coalición de actores que convergieron en reconocer la imperiosa necesidad de transformar lo que teníamos porque el sistema no cumplía con nadie (salvo los que se beneficiaban del estado de cosas). Para algunos de estos actores, lo fundamental era poner un alto a la impunidad. Para otros, recuperar la credibilidad de las instituciones de justicia. Otros más la concibieron para detener el abuso y la corrupción en el sistema. Pero también para asegurar los derechos de las víctimas y los inculpados. Otros pusieron el énfasis en el impacto que un sistema de justicia penal eficaz tendría en la seguridad.
Esta liga, la más débil de todas porque el efecto causal entre una y otra cosa no está debidamente soportado, es la que ha cobrado mayor relevancia. Y estamos por caer en el error de medir el éxito de la reforma por su impacto en la seguridad. Distorsionando así sus objetivos y generándole un mal nombre. La expresión más extrema de esto es la que sostiene que el incremento de la criminalidad tiene su origen en la reforma penal. Twitter:
@EdnaJaime @MexEvalua