Noviembre 23, 2024
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IMPULSO/ Carlos Ravelo Galindo
Los privilegios (dos y fin)

No cesan de hablar, prometer, enunciar, pero, en firme, nada, absolutamente nada, lo vemos a diario. Por eso es que, a causa de una larga servidumbre de las conciencias se han introducido los más deplorables perjuicios. El pueblo cree, casi de buena fe, que no tiene derecho más que a lo que está expresamente permitido por la ley. Nos lo dicen día y noche. Sin el menor rubor.

Parecen ignorar que la libertad es anterior a toda sociedad y a todo legislador. Y que los hombres no se han asociado más que para poner sus derechos a cubierto de los atentados de los malos. Y al abrigo de esta seguridad, para entregarse a un desarrollo más amplio, más enérgico y más fecundo en el goce de sus facultades morales y físicas.

El legislador ha sido establecido no para conceder, sino para proteger nuestros derechos. Si a veces limita nuestra libertad, lo hace en virtud de aquellos de nuestros actos que resulten perjudiciales a la sociedad y, por tanto, la libertad civil se extiende a todo aquello que la ley no prohíbe.

Con ayuda de estos principios elementales podemos juzgar los privilegios. Lo platicamos así, con don Fernando Calderón Ramírez de Aguilar. Aquellos que tienen por objeto una dispensa de la ley no pueden sostenerse. Toda ley dice, directa o indirectamente: no hagas daño a tu prójimo.

Ello supondría algo así como decirles a los privilegiados: se os permite hacer daño al prójimo. No hay poder al que le sea dado esa concesión. Si la ley es pertinente, debe obligar a todo el mundo, pero si es mala, es preciso destruirla, borrarla, desaparecerla, lo que sea adecuado para que no se convierta en un atentado contra la libertad. A los ciudadanos no se les puede arrebatar nunca una porción de su libertad.

Por su propia naturaleza, todos los privilegios son pues, injustos, odiosos y están en contradicción con el fin supremo de toda sociedad política. Los privilegios honoríficos tampoco pueden salvarse de este precepto, ya que tienen además un vicio adicional, que es el peor de todos. Tienden a envilecer a la gran masa de ciudadanos y, ciertamente, no es pequeño el mal que se causa al hacerlo.

No se entiende como se ha podido soslayar esa gran humillación de millones y millones de hombres. En el momento en que un poderoso imprime a un ciudadano el carácter de privilegiado, abre en el alma de éste un interés particular y la cierra a las inspiraciones de interés común.

Nace en su alma un deseo inminente de destacarse. Un ansia insaciable de dominación. Este deseo, que por desgracia tiene una enorme analogía con la naturaleza humana, es una verdadera enfermedad antisocial. Tratemos de penetrar momentáneamente en los sentimientos de un privilegiado. Junto con sus colegas, se considera a sí mismo como un orden aparte, escogida por la nación. Piensa que, ante todo, se debe a los de su casta y los demás sólo son los otros.

Veamos con ojos avizores a los grandes privilegiados y a todos los grandes mandatarios a quienes su Estado coloca en situación de gozar de todos los pretendidos encantos de la superioridad.

Todos ellos se encuentran solos. El fastidio fatiga su alma, y venga así los derechos de la naturaleza. Hay que observar el ardor impaciente con que vuelven a sus cotos de poder en busca de sus iguales. E insensato sembrar continuamente en el terreno de la vanidad. Sólo pueden recoger más que las zarzas del orgullo y la adormidera del tedio. No confundir lo anterior con la superioridad de funciones y no de personas. No enorgullece a unos, ni humilla a los otros.

Lo importante de los privilegios es obtenerlos por valía propia y no por herencia y hacer buen uso de ellos en beneficio siempre de su conglomerado social. Los fueros civil y militar son algo que debemos manejar y supervisar con mucho cuidado. Que no caigan para mal uso de esos servidores públicos.

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