IMPULSO/ Lucía Lagunes Huerta*
Sí, lo soy…
Nunca antes decir lo que pienso y lo que creo se había vuelto tan difícil como ahora cuando se tiende una capa ¡qué digo una capa! ¡un techo de acero! para normalizar la explotación más antigua de las mujeres: la prostitución.
Cuando las voces que más se escuchan en los medios son éstas, las que hablan de las “bondades” de la legalización de la prostitución como el gran avance de la humanidad y de la democracia.
Yo no sé ustedes, pero yo no deseo que las niñas crezcan convencidas de que su cuerpo es una mercancía que se puede vender y comprar.
En 1996, cuando era reportera de Doblejornada y Cimacnoticias conocí la prostitución en los rincones más oscuros de la zona de la Merced. La disputa por la calle entre grupos y “organizaciones sociales” estaba a todo, pero la calle no era el motivo de la disputa sino las mujeres que ocupaban esas calles todo el día a lo largo del año, entre otros negocios.
La disputa por el control de la calle ya había dejado a varias mujeres en situación de prostitución asesinadas de uno y otro lado. Como en cualquier guerra, las mujeres y sus cuerpos son transformados en campos de batalla.
Ya en varias ocasiones había entrevistado a la directiva de Brigada Callejera, organización que trabaja con mujeres en prostitución, incluso había acudido a sus oficinas dentro de la iglesia de la Soledad, ahí, en el centro de la zona de la Merced, que en más de un sentido hace honor a su nombre, Soledad.
Brigada Callejera ya me había invitado a talleres donde las mujeres en situación de prostitución recibían información sobre el VIH y cómo prevenirlo con el uso correcto del condón. Información más que necesaria cuando el VIH era el enemigo a vencer. Tras el éxito, desarrollaron su propia marca de condones “Encanto”, que venden entre las mujeres en situación de prostitución.
Me adentré a ese mundo a conocer a las mujeres de carne y hueso, que día a día ocupan las calles que controlan otros. Conocí los hoteles donde ellas viven, como el Madrid, confiscado en 2009 por trata de personas, según el acuerdo A/005/09 publicado en la Gaceta Oficial del Distrito Federal. Un hotel propiedad de un ciudadano español, con un patio interior enorme rodeado de cuartos para la prostitución, o lo que sea. Tres pisos dedicados a ello, con barandales pintados de azul estridente; el cuarto piso estaba reservado para las mujeres en prostitución y sus niñas y niños.
Como en cualquier vecindad, la ropa lavada colgaba de los barandales, el llanto de bebés reventaba el silencio de la noche, voces de niñas y niños, la televisión a todo volumen; todo se mezclaba mientras subía por la escalera al primer piso, donde una mujer me esperaba en una de las habitaciones, recostada en la cama matrimonial, con cabecera de madera y el olor a creolina.
No era una mujer débil ni mucho menos, era una mujer atlética, con los músculos marcados producto de la disciplina del gimnasio. Su sueño era destacar en la Triple A como luchadora técnica, pero la mala paga la llevó a las calles de la merced a prostituirse.
Con el rostro color morado, sus brazos hablaban de una lucha, pero no en el ring. Dos semanas antes, el bando contrario a Brigada Callejera la había atacado a patadas en la calle hasta dejarla inconsciente y casi muerta.
Producto de la tremenda paliza, se le habían “volteado los intestinos” y los tenía en una bolsa, fuera de su vientre.
Después recorrí las calles vacías, oscuras, donde las loncherías de noche con las cortinas cerradas, dejaban escapar la música de la rocola. Ahí la prostitución seguía, sobre todo la explotación sexual infantil.
*Periodista y feminista, Directora General de CIMAC
Twitter: @lagunes28