Atada al poste central que sostenía el techo del corral, la mula rumiaba en silencio no el pasto que le acababan de acercar, sino su coraje contra el dueño de la granja al que cada día que pasaba encontraba más razones para considerar un explotador.
La mula consideraba que todos los animales de la granja eran víctimas de abuso: a la gallina le quitaban los huevos que ponía, a la oveja le robaban la lana, a ella misma le hacían trabajar de sol a sol cargando leña. Y qué decir de la suerte que, se rumoraba con temor, corrían los cerdos y los conejos.
Así que, como no veía que ninguno de los otros animales tuviera ni la más mínima conciencia de su condición de explotados y menos la disposición y valor para cambiar las cosas, decidió tomar sobre sus hombros la pesada carga de liberarlos. Y, profundos como eran sus pensamientos, descubrió que ese corral en que los mantenían encerrados era el símbolo de la servidumbre a la que los sometían; así que durante varios días dejó madurar concienzudamente su plan liberador.
Tiempo después, cuando el granjero se retiró tras haberles dado de cenar, la mula arremetió a patadas contra el poste que sostenía el techo del corral ―y al que, como era costumbre, estaba atada― hasta que logró derribarlo. El último pensamiento que tuvo, justo cuando el techo caía sobre los animales, fue que al fin serían libres.
Moraleja: El camino al infierno está empedrado con buenas intenciones.
José Avisay Méndez Vázquez
Director de la Compañía de Teatro del Colegio Argos
