Diciembre 22, 2024
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Lo rural y la pandemia

Leticia Bonifaz

En los años 80, Leonel llegó a México de la mano de su madre, siendo un niño. Era uno de los guatemaltecos que venían huyendo de la violencia. Pisó suelo mexicano y nunca más lo abandonó. Su infancia y adolescencia transcurrieron en un campamento de refugiados que al inicio recibía mucha ayuda europea. Más de una vez, su madre lo envió a intercambiar una lata de queso holandés por frijol, maíz o, incluso, unas ramas de cilantro.

El campamento fue creciendo hasta convertirse en un asentamiento humano. Leonel apenas pudo, desde muy joven, buscó trabajo en el distrito de riego cercano. Ahí comenzó a aprender la labor en la tierra, el cuidado de la milpa, de la pastura, del ganado.

Leonel no fue regularmente a la escuela. Sus conocimientos básicos son rudimentarios. Lee con mucha dificultad, no logra escribir y su apoyo actual de lectura son sus hijos intermedios. El más grande, adolescente, no ha ido a la escuela, la hija siguiente la abandonó cuando nacieron sus hermanos pequeños; los siguientes dos, iban a clases hasta que llegó la pandemia y, los últimos, son aún muy pequeños.

Leonel es buen trabajador del campo y, afortunadamente, no le ha faltado empleo. En los últimos años, su guía fue una persona mayor que, con mucha paciencia y rigor, le enseñó los secretos de la siembra y del cuidado del ganado. Hace un mes, juntos estuvieron intentando salvar una vaca que había mal parido. La becerrita se salvó y la vaca fue sacrificada. Fue una jornada que vivirá en la mente de Leonel, no solo por lo ardua que resultó, sino porque fue la última vez que vio a su mentor. Dos semanas después, el Covid había hecho de las suyas y se había llevado a la tumba a don Antonio. Y digo a la tumba porque los familiares no aceptaron la cremación y, ante la orden estricta del municipio donde falleció, buscaron el entierro en un municipio colindante más permisivo. Lo velaron como debía ser —según ellos— y a la semana siguiente enterraron a la recién viuda, que pasó a acompañar al marido como parte de las estadísticas de la cruel pandemia.

El dolor de Leonel fue grande, sobre todo porque no se despidió de quien fue su guía los últimos años. Sufrió el dolor en silencio y continuó con el trabajo cotidiano. Sus niños, mientras tanto, no pudieron seguir por internet las clases y, cuando se reinicie el ciclo escolar, seguramente tendrán que repetir el año que no lograron concluir.

Desde una casita que tiene vista a las montañas que forman la frontera con Guatemala, Leonel, ya mexicano, ve su vida con optimismo a pesar de estar en los límites de la sobrevivencia: tiene un techo y no le falta comida. Se ha dicho que la pandemia mostró y agravó las profundas desigualdades que hay en México y así es. Los esfuerzos de décadas por aumentar la matrícula escolar en educación básica podrían verse afectados si, ante las apremiantes necesidades económicas, los niños del medio rural y de las zonas marginadas de las ciudades, se ven obligados a abandonar la escuela en forma prematura o a combinar el estudio con un trabajo pesado y agotador, con impactos diferenciados en niñas y niños.

Usualmente, nuestro campo de visión se agota en el mundo inmediato en el que nos movemos, pero es importante recordar que hay mundos más allá. El caso de esta historia que conocí de primera mano, se ubica en un mundo rural sin internet y con enormes carencias.

Muchas niñas y niños —como los hijos de Leonel—, están en riesgo de no continuar estudiando. A nivel internacional, la OIT, CEPAL y la iniciativa regional por una América Latina libre de trabajo infantil ya tiene formulado un diagnóstico en la Norma Técnica Número 1. A nivel nacional van a urgir políticas públicas extraordinarias que se enfoquen a la realidad del medio rural. De otra manera, las brechas de desigualdad se seguirán ensanchando.