Noviembre 27, 2024
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Cuentos para presidentes Historias del Confinamiento

Rodrigo Sandoval Almazán

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Macario y Juana eran casi novios. Habían salido por años. Un año si, el otro año no. Sus padres decían que se iban a casar algún día, pero ese día no llegaba. Nunca formalizaron, era una relación incierta, ambigua, hasta que llegó el coronavirus. Fue cuando todo cambio.

Los atrapo en una comisión de trabajo. Los dos se habían ido a recoger algunas muestras para el laboratorio donde trabajan en la ciudad de México, sabían que el virus ya estaba en diseminación, pero nunca creyeron que fuera una emergencia sanitaria, como muchos preveían. Era un trabajo más. Les encomendaban hacer diagnósticos en empresas, en hospitales y hasta escuelas. Fue precisamente en unas de las recolecciones de muestras que se conocieron hace exactamente cinco años.

Ahora, la toma de muestras era para un asilo de ancianos, donde varios de ellos estaban enfermos de la garganta y anginas, el dueño les había pedido que fueran a tomarles un exudado laringeo para que el médico les hiciera un diagnóstico oportuno sin necesidad de salir y exponerse al virus. Demasiado tarde.

Los resultados revelarían que varios de los pacientes estaban infectados del COVID-19.  Lo demás sería un reportaje de terror y suspenso que no merece ser contada aquí, por que el caso que nos ocupa es el de Macario y Juana, dos químicos enamorados que resultaron infectados también por el virus. Solo que a ellos no les pasó nada. Bueno, casi nada.  Los tuvieron que poner en cuarentena en un hotel cercano a su lugar de trabajo una vez que los exámenes dieron positivo.

Los llevaron directo al hotel sin despedirse de nadie, sin maletas, con su ropa de laboratorio el jefe los llevo hasta la recepción, ahí les asignaron habitaciones para los médicos que han tratado pacientes con el virus. Aunque ambos resultaron asintomáticos, se les considera portadores del virus. Así fue como Macario y Juana consumaron su amor, después de quince días de luna de miel forzada, los dos terminaron por entender que el destino los había llevado a esa decisión que ambos habían querido evitar, ya sea por temor o por desidia, pero ahora sí estaban listos para el matrimonio.

Al final, el virus les había dejado algo bueno, en su trabajo se enteraron de tal decisión y hasta dijeron que el jefe – no el destino – había conspirado para ello, porque estaba harto de este amorío sin solución en la oficina; nadie lo sabrá por un tiempo, por que desafortunadamente el jefe sigue en terapia intensiva desde los que dejo en aquél hotel.

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Un asunto totalmente diferente ocurrió con Roman y María. Después de doce años de matrimonio, dos hijos, cuatro trabajos y una hipoteca pagada al 70 por ciento, los dos estaban a punto de divorciarse, cuando la orden de confinamiento los atrapó en casa desde fines de Marzo.

Marco, el hijo mayor lo platica así: “Al principio ni se miraban, los primeros días todo estaba tenso; mi papá le mandaba recados a Mamá, ella respondía a través de mí. Comíamos a diferentes horas; cada quien lavaba sus trastes, tendía su cama y lavaba su ropa. Ellos compartían el televisor asignado por días u horas. Pero las discusiones seguían sin parar”

Una cosa llevo a la otra. Primero fueron los gritos, después los trastes rotos, finalmente algún forcejeo y después llorar de remordimiento. Una tarde cambió todo. Román recibió una llamada. Su mejor amigo había muerto (aun no salen los resultados, por lo que no podemos asegurar si fue coronavirus) El se desplomó física y emocionalmente.

“Escuchamos sus lamentos desde el baño, dijo Marco, era como un perro herido que no paraba de chillar”

Al otro día, le pidió perdón a María. Su hija Rita, de apenas nueve años, dice que no recuerda cuanto tiempo se pasaron encerrados en su cuarto, platicando, riendo, conversando, hasta que se cansaron de escuchar y como la televisión estaba libre, se fueron a distraer hasta que sus padres decidieron salir con la sonrisa en la boca. Había renacido un matrimonio.

Desde entonces, dice Marco, hacemos todo en familia. Hay un rol para lavar la ropa, los trastes y hasta para ir al supermercado. Mis papas han comenzado a jugar con nosotros y nos ayudan con las tareas. Yo no quiero que acabe el confinamiento, quiero seguir con esta familia.

Rita opina más o menos lo mismo: “ Mejor que no acaben estos dias, ¿Qué tal si cuando salgan a sus trabajos se vuelven a pelear” No sabemos lo que opinan Roman y María, por que desde aquí se puede ver cerrada la puerta de su habitación, las cortinas corridas y no se escucha  ni un susurro, tal vez duerman juntos, otra vez. 

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Esta es la historia de Ricky un pequeño de cinco años. Hijo de Martha, una millenial dedicada a la programación de computadoras, pero mejor que él nos cuente la transformación de su mamá. “Mamá siempre estaba en la computadora y cuando comía tenía que mirar su teléfono. No se por qué. Pero nunca tenía tiempo para mí. Teníamos que ir a la escuela, luego a casa de la abuela, al final el super y por la tarde me ponía a ver caricaturas. Yo no conocía a Mamá, solo sus pantallas.

“Pero desde que la obligaron a quedarse en casa por la COVID-19, estoy feliz, ahora juega todos los días conmigo a las escondidas; vemos películas juntos y comemos hamburguesas. También le ayudo con la comida y la mesa. Hemos dormido juntos varias veces. Y cuando trabaja la puedo ir a interrumpir. Me ayuda con la escuela y salimos por un helado los domingos. Soy tan feliz, no quiero que mi Mamá regresé a trabajar, aunque pierda mis amigos, prefiero estar con Mamá” dice Ricky y nos regala una sonrisa pícara antes de cerrarnos la puerta y regresar a su feliz confinamiento.