Agosto 15, 2024
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Rostros del COVID-19

Rodrigo Sandoval Almazán

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Manuel no ha boleado un par de zapatos en semanas: el hambre aprieta. Los granaderos tomaron por asalto la calle donde trabajaba todos los días. Ahora no sabe que hacer. Un tío  suyo le invito a venir al campo, ayudarle a sembrar; ahora el dinero está en vender frutas, verduras y poder cosechar más adelante, no para bolear zapatos. Pero no tiene un peso para irse al rancho que está a dos horas de autobús más una hora a pie en el pueblo y menos con hambre. Piensa que debe hacer.

No quiere dejar a Rita y a los niños en la ciudad, ha pensado en llevarlos con él al pueblo, para que no se infecten del virus, pero no tiene dinero para hacerlo: sus ahorros se esfumaron en estas semanas para comprar alimentos y transporte indispensable, pero nada más.

Mientras piensa sus opciones, descansa en un banco de la calle, los parques están cerrados, la gente que pasa caminando lleva cubre bocas, y Manuel comienza a cambiarle la cara, el rostro entre el miedo y la desesperación que le embargan.

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Rosita cerró la tortería de la escuela. Diez años de trabajo duro se fueron a la basura. Había construido una fama indiscutible con el tiempo, la buscaban los muchachos de la secundaria, de la preparatoria e incluso, algunos de los universitarios que habían pasado por ahí años antes, eran clientes cotidianos. Se los había ganado. Un sabor indiscutible y un trato humano, personal.

Despidió a sus dos cocineras y al chico de la motocicleta, los despachó con la materia prima que pudo y se quedó con algo de pan y carne que usará para alimentar a su familia unos dias;  aunque sus hijos ya son grandes – 18 y 20 años – todavía comen y tienen necesidades que atender, su esposo, don Marcial, la dejó hace 15 años para irse de mojado y todavía no regresa, menos ahora, que el virus ha pegado en Estados Unidos. Les manda dinero cada que “puede” dice él, aunque ella está convencida de que ya cuenta con otra mujer y tiene familia allá en el norte.  Con su dinero pudo poner el negocio, comprar lo más básico y ponerse a trabajar para darle escuela y casa a sus hijos, en ese entonces pequeños, pero ahora un par de muchachos de bien que siempre la han apoyado.

Cerro el negocio. No sabe si será para siempre. Por que después ¿Cómo tendrá dinero para comprar materia prima? ¿Tendrá muchos clientes o pocos? ¿Podrán comprarle o le pedirán de fiado? ¿Podrá contratar otros empleados? Nada sabe, pero las preguntas martillean por su cabeza noche y día, mientras sus hijos le ven la cara de angustia: “No te preocupes Mamá, le dicen, ya saldremos de esta” Uno de ellos ha pensado en empeñar la computadora; el otro ha comenzado a vender ropa o lo que puede para pagar comida, los estudios están olvidados, sus escuelas cerradas, los libros clausurados por el momento.

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Javier es uno de tantos que vende todo lo que puede en los cruceros más importantes de la ciudad. Se la ha pasado así casi toda su vida, desde que lo sacaron de la fábrica donde trabajó por un par de años. Su pericia para las ventas es conocida por  los vendedores ambulantes de la zona. Ha vendido desde pan, galletas, plumas fuente, libretas de actividades infantiles, banderas, banderillas, paletas heladas, refrescos. Todo lo que podía. Contaba con artículos para todas las temporadas del año e incluso para distintas horas del día.

Hoy no hay automovilistas para vender sus productos.

Recargado en la base de un semáforo, ve llegar un par de autos de lujo que lo miran recelosos. Los conductores llevan cubre-bocas, vidrios cerrados y la mirada fija en el color rojo que detiene su marcha. Javier, no pierde la oportunidad, intenta vender, intenta que le abran la ventila. No lo logra, regresa a su descanso y espera la siguiente parada, pero no vendrán más autos, por que las calles siguen casi desiertas, los autobuses no son sus negocios.

Dos de sus compañeros no han regresado desde el fin de semana pasado. “Ni siquiera tengo para el pasaje de regreso” le dijeron a Javier y él lo entiende, sus ventas se han desplomado de un día al otro. El no se detiene, ya hizo un pedido de cubre-bocas y gel desinfectante para vender su compadre, pero está escaso y se acaban rápido. No le quieren vender al precio que puede pagar – para que tenga una ganancia – por que saben que lo podrán vender a otra persona y sacarle todo el dinero que puedan.

Pero Javier debe regresar a casa con dinero para comprar comida y poder regresar al dia siguiente, su esposa le ha dicho que se coloque un cubre bocas, que se cuide, pero no quiere, aquella mordaza le impide respirar como acostumbra; sabe que corre un riesgo, podría infectarse y sería peor para él y su familia, aunque también toma dos camiones diariamente para ir y venir de su casa al lugar donde ha trabajado. Prefiere no preocuparse y dejar que la vida fluya sin pensar en los riesgos – que siempre ha tenido al sortear los coches diariamente – para llevar el sustento a su familia.

Pero ahora sin ventas, sin clientes, sin posibilidades de llevarle ingresos a los que más quiere ¿Qué puede hacer? ¿A qué se va a dedicar? Este día no ha vendido nada, apenas tiene un par de monedas de diez pesos en su bolsa y eso apenas le alcanza para regresar, pero ya casi oscurece y no puede irse sin nada, ¿Con qué podrá regresar mañana a vender? Su rostro siempre optimista luce ahora triste, desencajado, con la angustia que no desea llevar a casa.