Septiembre 17, 2024
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Cuentos para presidentes

Estampas del Coronavirus

Rodrigo Sandoval Almazán

1.

Wu había caminado por esta tierra sin pena ni gloria. Su existencia se remonta 70 años atrás nació cuando comenzaba la revolución cultural china. Vivió lo que era cambiar de país, una transformación social y humana que dejó de lado valores y permitió atropellos contra las personas. El fué uno ellos, un oficial del partido que toma lo que puede de los demás, abusa de su poder y se roba la vida y las ilusiones de los demás para satisfacerse.

Por eso, cuando llegó al hospital de Wuhan donde se encontraba hospitalizado su amigo Yang, no le extraño que lo contagiara del coronavirus. Sabía que su existencia había llegado a su fin; no le preocupaba morir, sino cómo iba a hacerlo. En medio de doctores y enfermeras, como Yang, que no sabían que tenía, ni tampoco podían curarle, por más medicinas que le administrarán. Esa angustia no era para Wu.

Entonces decidió regresar a casa, como siempre lo hacía: caminando. Un viejo apartamento en el sur de la ciudad a unos pasos del mercado, donde se había originado la leyenda del afamado virus mortal. Ahí fué a despedirse de la vida. No sabía que a su paso, entre el hospital y su casa se iba a llevar a cientos de almas que cruzaron por su camino; en ese momento, nadie sabia como iba a transmitirse aquél mal, pero cuando él llego a su ruinoso hogar, ya se sentía bastante enfermo.

Cuando lo hallaron días después, por que uno de sus vecinos llamó a la policía, vieron que la muerte lo había encontrado en su sillón de descanso, con dos tazas de té de jazmín servido frente a él, mientras su cabeza descansaba en su pecho inerte. Había medallas y cuadros de sus logros en el ejército, pero a pesar de la fama había muerto solo como quería, nadie sabe si sufrió, cuanto dolor tuvo o qué le condujo al paro cardiaco, pero al final el coronavirus había cobrado una víctima más.

2.

Luciano era del tipo italiano que todos quieren conocer. Alegre y bullanguero, era la fiesta en cada lugar que iba. Cantaba, bailaba, contaba chistes y repartía el vino cuanto podía. Hasta que lo atacó el COVID-19

Cuenta en su lecho de muerte, en un hospital en el norte de Italia, donde están recluidos varios cientos de pacientes infectados, que seguramente se contagió en una borrachera. En el bar que frecuentaba estaba un tipo vestido de traje, probablemente extranjero – ya no lo recuerda – que se veía enfermo, tosía frecuentemente, pero no paraba de beber en la barra.

“Bebía más que yo, creo que sabía que iba a morir” dice Luciano, ahora a la distancia. “Yo me acerqué para que me invitara una copa, supongo que hoy estoy pagando el precio” dice al tiempo que tose un poco. La fiebre le ha subido a más de 40 grados y el virus ha invadido pulmones y bronquios, los doctores no auguran nada bueno, pero la fiesta no ha terminado para él.

La enfermera que lo cuida nos dice: “siempre hay una broma o al menos una sonrisa cada me acerco; me da los buenos dias y les da ánimos a sus compañeros que le rodean; a pesar de que ha visto morir a varios de ellos. Es todo optimismo” En efecto, cuando le dejamos, no sabe su futuro, sólo vive con plenitud cada segundo de vida que le queda; mira la ventana y se despide de nosotros deseándonos un maravilloso y soleado día en la campiña italiana.

3.

John recibe la noticia como balde agua fría. Su doctor ha regresado con un cubre bocas, guantes especiales y le acompañan varias personas que llevan cubierto todo el cuerpo, incluyendo máscaras. “Me temo, comienza diciendo el médico, que usted ha contraído el COVID-19, el llamado coronavirus, por lo tanto debe estar aislado. Estas personas lo van a llevar a un lugar seguro, donde le preguntarán por su familia y las personas con las que tuvo contacto en los últimos dias”

John no sabía que ahí empezaría todo. A pesar de sentirse muy cansado por la fiebre que siente su cuerpo tratando de luchar contra el virus, se daba cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Quería dormir, pero el miedo lo dominaba. Veía como lo metían en una cama rodeada de plásticos y lo habían trasladado a una habitación hermética, lo único que escuchaba era su propio corazón que palpitaba a máxima velocidad.

Le habían canalizado y todo el medicamento fluía ya por sus venas; sentía algún alivio, pero no era suficiente para calmar su ansiedad. Presentía que iba a morir pronto. Había escuchado hablar de esa rara enfermedad en las noticias, pero él no había viajado a ningún lado, se encontraba en su casa de California cuando esta gripe se agravó y decidió acudir al hospital esta mañana, pero no pensó que fuera nada serio.

De hecho había puesto su vida en pausa; dejó al perro suelto en casa, la despensa en la mesa del comedor y el auto tenía medio tanque de gasolina, suficiente para el fin de semana. Había pensado en regresar esa misma tarde y dejar listas las tareas pendientes. No sería así. De seguro llamarían a Beth, su esposa y Melanie su hija, quienes lo verían detrás del cristal y no podrían acercársele. Lo bueno, es que ambas estaban en la montaña escalando desde hace un par de dias, se consuela, de seguro no estarán infectadas.

Los médicos van y vienen a toda prisa. Hombres de traje lo ven desde el cristal con cara de preocupación, pero John, no siente nada más que un letargo que va consumiendo lentamente su cuerpo. El oxigeno que le han puesto parece animarlo un poco más, ya no respira con dificultad. Pero la incertidumbre crece conforme pasa el tiempo: ¿Viviré? Se pregunta a cada instante.