Julio 16, 2024
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Cuentos para Presidentes

IMPULSO/ Rodrigo Sandoval Almazán

El burócrata 

Todo empieza con un nombre: María Guava. Es la secretaría en la oficina número cuatro del gobierno. Para abreviar y para no ofender es MG, nadie sabe lo que hace todos los días para estar en su trabajo.

Ella no vive cerca de la oficina como otros burócratas que llegan una hora tarde. Ella vive cruzando la ciudad de México, en uno de los municipios conurbados del estado de México, que omito deliberadamente para preservar su privacidad e intimidad. No es fácil hablar con ella, está muy entretenida viendo los oficios que debe atender el día de hoy.

Pero con mucha naturalidad me comenta que se levanta a las cinco de la mañana, y sale de prisa 5:45 a tomar el primer autobús que le lleve a su travesía de casi tres horas, debe estar a las seis en punto y abordar el metro o metrobuses para llegar a la segunda etapa de su trayecto; bajarse en la terminal y tomar un último transporte para estar a tiempo en su oficina: nueve de la mañana suena las campanas del reloj de la iglesia cuando cruza la entrada. Se arregla el saco, el cabello, las uñas, maquillaje perfecto y gira hacia su departamento: hoy ha llegado sin novedad. No siempre es así.

Sus compañeros van cayendo uno a uno, con diez, quince, veinte o sesenta minutos de retraso. Ella ya se ha tomado un café y repasado los pendientes del día. Hoy le toca la ventanilla – por alguna extraña razón la van rotando – y recibe a los primeros ciudadanos que han llegado con interminables dudas, casos imposibles y uno que otro que quiere sobornarla para que le resuelva su trámite.

Siempre es atenta. Los recibe y despide con una sonrisa. En todo momento trata de ser amable y brindarles respuestas, soluciones si le es posible. Se siente satisfecha cuando ha logrado que un ciudadano se despida de ella con el trabajo hecho: misión cumplida y un “muchas gracias” que toma como un cumplido.

Son horas intensas, difíciles y desgastantes de recibir tantos casos, tantos disgustos, demasiadas groserías y falta de respeto. Nadie quiere al gobierno. Todos odian las ventanillas. Nadie piensa que detrás está un persona cuyo hogar y familia están a cuatro horas de distancia en auto y que apenas tiene tiempo para comer y vivir un rato.

Después de más de treinta ciudadanos atendidos es el momento de tomar un merecido descanso.  Su compañera entra al relevo por una hora. El tiempo justo para ir al baño, tomar alimentos, agua y conversar de trivialidades. A ella le gusta el fútbol, siempre lucha por su equipo, por sus jugadores, por el entrenador, repite el último partido del momento con todas las señales. MG es lista. Su memoria sorprende cuando se trata de su equipo favorito, sus jugadas, sus triunfos y sus derrotas. Si tan solo hubiera terminado la preparatoria usando ese privilegio de memoria.

De nueva cuenta a la ventanilla. Retoma las riendas, revisa documentos, sonríe, resuelve dudas, vuelve a sonreír, le gritan y calla. Al final se despide con una sonrisa y le ordena al siguiente que pase, haciendo el comentario de lo pesado que era el tipo anterior.

Nadie la mira, pero está cansada. Nadie ha observado sus incipientes arrugas y su buen ánimo que van minando conforme pasan los últimos minutos. Para algunos es el mejor momento del día, para ella, solo es un pasaje de vuelta a tres, cuatro o hasta cinco horas de transporte hasta su hogar.

Su jefe la ve salir en punto de las 18:00 horas. Sin decirle nada, ni reconocer el buen trabajo, ni el escritorio ordenado, o el buen ánimo con el que se despidió de sus colegas que la miran sorprendidos porque saben a dónde va. La primera etapa se cumple milagrosamente rápido. En la terminal, el autobús se ha llenado, hay que esperar el siguiente.

El trayecto es el mismo casi todos los días. Los mismos árboles, el bache de la esquina, la señora cerrando la cortina de su negocio, los niños jugando afuera de la tienda, el oficial de tránsito que cubre la misma ruta. La carretera que es su amiga fiel por que la acompaña en su primer sueño reparador del día, hasta que las llantas derrapan y frena de improviso. Un accidente. Veinte minutos perdidos. Avance lento, las manecillas del reloj pasan lentamente.

Al final llega a la siguiente terminal. Metro, Metro-bus, las estaciones de rigor. El mal olor. La señora impertinente. El viejo barbón. Los libidinosos de la esquina. Niños que lloran, mujeres que gritan, cientos de teléfonos celulares encendidos frente a los rostros fijos en ellos, dedos que se mueven, pero nadie habla. Unos escuchan con audífonos puestos, otros se miran conocidos: misma hora, mismo vagón mismo cansancio.

Al final, llega a casa. Los dos hijos la reciben en pijama. Han pasado tres horas y treinta minutos desde que dejó la oficina. Llega arrastrando los pies. Pide besos y abrazos, se recuesta en el sillón. No hay de cenar, hay que hacer algo. Revisar tareas y ver la ropa del otro día. La familia se reúne alrededor de la mesa. Dan gracias de que MG ha llegado con bien, sana y salva, casi sin contratiempos, sigue viva, aunque ha perdido media vida en el transporte público, en la carretera, en la calle.

Se quita el gafete que lleva su foto, su nombre y su número de burócrata 3050. Nadie quiere saberlo, nadie decirlo, pero detrás de la incompetencia gubernamental, al fondo de la burocracia, todavía hay héroes que luchan por la administración pública, por servir al ciudadano, dando su vida, su inteligencia, su buen ánimo y su sonrisa por atender cientos de desconocidos cada día e intentan resolverles su problema, atender su trámite, construir un pedazo de su existencia en el sistema gubernamental. MG es una de ellas, uno de tantos, por los cuales aún funciona lo que queda del gobierno.

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