IMPULSO/ Mauricio Meschoulam
Columnista
Hace unos días, Oppenheimer escribió que Trump podría estar próximamente designando a algunos cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. Posteriormente, el autor entra en un debate acerca de si hay o no hay terrorismo en México, el cual a muchos nos recuerda lo que discutíamos desde 2010. Ya desde entonces, autoridades estadounidenses hacían uso de un discurso similar, y algunos comenzamos a escribir al respecto. Recupero algunos elementos de los que he escrito en prensa y en mi último libro.
Entiendo y comparto la preocupación de Oppenheimer y muchos sobre la posibilidad de que EEUU designe a determinados cárteles mexicanos como organizaciones terroristas. En ese sentido, el terrorismo más que una categoría de violencia, es empleado como etiqueta política para favorecer o impulsar determinadas agendas. Dicho lo anterior, hay un ángulo menos político en relación con el tema. Podríamos decir que el riesgo es caer en el error de pensar que, debido al uso político que se da al terrorismo, el fenómeno en sí mismo no existe. Es decir, si bien es verdad que en México difícilmente podemos hablar de terrorismo clásico, hay una gran cantidad de ataques que se asemejan a esa clase de violencia. Piense usted por ejemplo en la detonación de granadas en el zócalo de Morelia en un día de la Independencia, el lanzamiento de explosivos en las instalaciones de un acuario lleno de familias, o el incendio de un casino lleno de clientes a plena luz del día.
Ahora bien, aunque el terrorismo clásico es normalmente entendido como una violencia políticamente motivada, esto ha evolucionado y varios autores han extendido sus definiciones para incluir motivaciones económicas. La base de datos más empleada para medir al terrorismo a nivel global (Universidad de Maryland) está entre quienes han extendido los criterios tradicionales. Pero incluso si no fuese así, es difícil sostener que lo único que mueve a determinadas organizaciones criminales en México sea el dinero. Hay momentos en donde la frontera entre lo económico y lo político parece desdibujarse y se aproxima más a una verdadera disputa por el poder.
Mi conclusión ha sido que simplemente llamar a esos hechos “terrorismo” o “narcoterrorismo” conlleva importantes dificultades porque sus características no se ajustan del todo a lo que tradicionalmente se entiende por ese término. Sin embargo, debido a la presencia de un considerable número de elementos que sí nos remiten a esa clase de violencia, mi alternativa ha sido denominar a estos hechos como actos de “cuasi-terrorismo”.
Sea cual sea el caso, podemos coincidir en que: (a) Se trata de eventos específicos en los cuales la violencia no sólo es cometida, sino publicitada, e incluso, en ocasiones, es cometida justamente con el objetivo de buscar que sea publicitada; (b) El propósito es inducir un estado de miedo en terceros a fin de canalizar, a través de ese miedo, uno o varios mensajes para ejercer presión psicológica en determinados actores; (c) El blanco de esos mensajes puede ser otra banda criminal, puede ser la autoridad o sus fuerzas de seguridad, pueden ser ciertos sectores de una sociedad, o bien, puede ser una combinación de los blancos mencionados; por último, (d) Hay una serie de efectos psicosociales que son ocasionados por estos actos premeditados, y/o son el resultado de otra serie de hechos de violencia en el país (o bien, de la combinación de ambas cosas). A este último tema, dedicamos buena parte de nuestros recientes años de investigación. Seguiremos compartiendo más al respecto. (Agencia SUN)
Twitter: @maurimm