IMPULSO/ Opinión
Al día siguiente de la partida del hermano-amigo Fortino Ricardo al éter eterno, viajábamos a esa su ciudad adoptiva, mi esposa Silvia, mi hijo mayor Teodoro Raúl y el autor.
Contrito el corazón, el sufrimiento fue mayor puesto que en los últimos 21 años de fundáramos “La Sonora de Nogales”, era la primera vez que el consanguíneo de nuestras andanzas no nos esperaba para la travesía por carretera. Ahora caigo en algo que lo retrata como el caballero que fue, nunca me permitió conducir, desde luego el fue un experto en eso de la manejada.
El momento apremiaba y sin embargo no pudimos salir hacía la ciudad fronteriza, desde hacía 10 horas estaba nevando y desde Ímuriz estaba cerrada la carretera; era algo así como que el destino nos retrasaba el adiós postrero. Las exequias fueron pospuestas. Al fin llegamos el sábado 23, un manto blanco cubría a todo Nogales, los cerros parecían aves aladas listas a emprender el vuelo para colaborar en el viaje de mi hermano al insondable espacio.
Cuando adolescentes, nuestras andanzas se hicieron más estrechas, cada quien con sus estudios, Fortino, como adivinando el porvenir se inscribió en un instituto de técnica en radio. No era su vocación, experto y minucioso en muchas cosas, como la mecánica automotriz, él arreglaba las carcachas que fueron nuestros primero carros. Mejor el autor hasta la fecha le entiende un poco más a la electrónica y desde luego a la cibernética.
Cuando se crea el Instituto Mexicano del Seguro Social, nuestro padre médico que atendía por un cantidad a la familia de los dueños de las fábricas y otra factorías, lo perdió todo, pero además se negó a ser un doctor asalariado, estaba negado a la burocracia.
Vinieron tiempos difíciles, y los jóvenes Rentería Arróyave tuvieron que salir a trabajar para contribuir al gasto de la casa. Fortino, más decidido, consiguió los trabajos para ambos, nos convertimos primero en vendedores de lámparas de alcohol, nuestros clientes estaban en las vecindades, en lo barrios y en los mercados.
Salíamos temprano y a vender, Fortino con su característica seducción se convirtió en el campeón de ventas, las lamparitas costaban 80 pesos a plazos, el enganche 10 u 8 pesos era nuestra paga, a veces sacrificábamos entre dos pesos o menos con tal de vender. Aportábamos más dinero a la casa que nuestro progenitor.
Comíamos en los mercados cerca de las pulquerías, no por el néctar de los dioses, que desde luego no despreciábamos, en casa se servía pulque diariamente, sino porque las comidas que preparaban las matronas afuera de esos lugares bendecidos por Baco, era tan buena como las botanas de las cantinas, a las que nos aficionamos después, cuando tuvimos edad para entrar.
Más tarde vendimos “Divinos Rostros” de arcilla, mi hermano había encontrado su vocación: publirrelacionista y vendedor, vendía todo y de todo. Para ser nuevamente el campeón de ventas, inventó que las dichosas imágenes estaban hechas con arcilla de Tierra Santa. Aprendió lo conducente y acabó con las subsistencias. Ahí nos separamos pues nos consiguieron un trabajo como vendedor de jabones en la fábrica de las marcas Embrujo Trópico, Jardines de California y Camay “como el no hay”, decía el slogan. Poco después nos volvimos a encontrar. CONTINUARÁ.