IMPULSO/ Edición Web
Estados Unidos
Ayanna Pressley dio la campanada la semana pasada en Boston, el viejo distrito de JFK, tierra santa de los demócratas. Afroamericana y de 44 años, ganó las primarias al veterano Mike Capuano, lo jubiló del Congreso después de 20 años en el escaño y se convirtió en la primera negra electa para representar a Massachusetts en la Cámara de Representantes. La victoria recordaba a la de unos días antes en Florida, donde Andrew Gillum, de 39 años, se alzó contra pronóstico como el aspirante demócrata a gobernador del Estado, también el primer afroamericano candidato al puesto. Gillum, con una campaña de corte muy progresista y bajo presupuesto, evocaba la hazaña de Alexandria Ocasio-Cortez, esa joven de 28 años y origen latino que en julio arrebató la candidatura a Joseph Crowley, de 56, un peso pesado del partido. Pero más aún puede sacudir Washington Rashida Tlaib, que en agosto ganó a su rival demócrata en Michigan y ahora lucha por ser la primera musulmana del Congreso estadounidense.
Las primarias demócratas están exhibiendo el pulso por el liderazgo entre la electricidad de los nuevos candidatos y la mala salud de hierro del establishment. Una cantidad de mujeres sin precedentes, jóvenes y políticos pertenecientes a minorías étnicas están protagonizando esta oleada de insurgentes que se sitúa principalmente en el ala izquierda del partido y emergen en parte como reacción a Donald Trump.
Brookings Institution, un prestigioso laboratorio de ideas independiente en Washington, ha evaluado cerca de 1.900 candidatos a distintos puestos del Congreso de unas 600 primarias de todo el país. Con los datos hasta mediados de julio, el número de aspirantes nuevos que busca arrebatar la plaza a un legislador ya electo se había elevado a 280, frente a los 60 en la misma fecha 2014. Pese a este empuje, con cifras absolutas, el establishment sigue cosechando más victorias. La derrota de la actriz progresista Cynthia Nixon esta semana en Nueva York frente al gobernador de Estado, Andrew Cuomo, es un ejemplo elocuente.
Los insurgentes de la izquierda no han asaltado el partido, pero su participación creciente envía una señal clara de partido político que busca su revulsivo después del trauma electoral de hace dos años, cuando Hillary Clinton, una candidata que parecía sacada de manual, perdió la presidencia contra uno de los aspirantes más contestados que se recuerdan en el Partido Republicano.
El viraje a la izquierda del Partido Demócrata viene gestándose desde al menos 2016, resultó evidente en la ola de entusiasmo que la precandidatura de Bernie Sanders levantó y también en el tono más progresista de la propia Clinton. “Es un desarrollo de largo plazo, no un cambio abrupto de 2018”, coincide Geoffrey Skelley, de la Universidad de Virginia, para quien “la campaña de Sanders fue parte de este cambio, y la reacción a Donald Trump también, pero hay factores adicionales en cada una de esas victorias progresistas que no pueden vincularse por completo a su posición ideológica [más a la izquierda]”. Por ejemplo, en el caso de Ocasio-Cortez, el triunfo se enmarca en un distrito rabiosamente progresista y diverso (Queens-Bronx) y su inesperada victoria combina, para Skelley, “ideología pero también política de identidad”.
No hay, en efecto, revolución, pero las placas tectónicas se mueven. La llegada a escena de estos nuevos políticos ha incorporado a la conversación cuestiones hasta ahora ajenas al demócrata moderado o tradicional: de mejorar la protección sanitaria de Obamacare a plantearse una cobertura universal; de reformar la fuerza de seguridad de inmigración y aduanas de la frontera (el ICE, en sus siglas en inglés) o abolirlo; o de reclamar una salario mínimo de 15 dólares la hora e ir avanzando más gradualmente en la mejora del poder adquisitivo de los trabajadores. Entre los inclinados por la primera postura y los defensores de la segunda se puede trazar esa línea difusa que separa al demócrata moderado (muchas veces preferido también por el establishment) del llamado izquierdista. EL PAÌS