IMPULSO/Gabriel Guerra Castellanos
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Cada que pensamos que ya lo hemos visto todo en cuanto a manipulación del ciberespacio se refiere, brota algo nuevo. De la perfidia de Facebook y Google (por sólo mencionar a dos) para comercializar nuestra información personal pasamos a las “fake news” y las manipulaciones artificiales de cuentas, noticias y usuarios. Twitter, Instagram y YouTube son ejemplos de plataformas en las que hace mucho no sabemos quiénes son o no de verdad, cuántos seguidores o retuits o likes o reproducciones son auténticos o sólo producto de programas para inflarlos artificialmente. Vaya, muchas veces, ya ni siquiera nos queda la satisfacción de saber si quien nos insulta es un usuario de carne y hueso o uno más de los muchos automatizados o falsos usuarios. Cuando ya no se puede confiar ni en la proveniencia de una mentada de madre es que hemos caído muy bajo.
Ahora llega la revelación de que Google sabe siempre dónde se encuentran los dispositivos de sus usuarios, aunque ellos mismos hayan desactivado esa herramienta. El “Hermano Mayor” del que hablaba George Orwell está allí todo el tiempo y en todas partes, pero ahora no sólo busca el control y la sumisión política (como en su novela “1984”), sino que quiere conocernos mejor que nadie. Como un ‘stalker’ cualquiera, los proveedores de servicios de internet aspiran a ser nuestros mejores amigos y confidentes. Si a eso sumamos la parte política y gubernamental (Cambridge Analytica o los servicios de inteligencia de casi cualquier país) podemos vislumbrar todo lo que entregamos o nos quitan las redes.
Nosotros, los usuarios, puestos a escoger entre mayor comodidad o mayor privacidad, optamos por lo primero. El uso de redes sociales aumenta a pasos agigantados: de acuerdo A un sondeo reciente del respetado Pew Research Center (www.pewresearch.org), 69% de los adultos estadounidenses reconoce usar activamente alguna plataforma de redes sociales (seguramente, la proporción de adolescentes es mucho mayor) y las usan cada vez para más cosas que reemplazan a herramientas “tradicionales”: lo mismo para mantenerse en contacto con amistades lejanas que para comunicarse instantáneamente, para informarse/informar, para sus compras, hasta para el activismo político y social.
¿El precio a pagar?, altísimo, pero muchos sólo se fijan en que no sea dinero. No sólo les cuesta su privacidad, también los aísla y despersonaliza sus interacciones comunitarias. Para muchos, su sentido del deber social queda satisfecho por haber firmado o circulado una petición en línea: llaman a defender tal o cual causa y con eso sienten que ya cumplieron, que no necesitan ir más allá. Esa despersonalización del activismo es uno de los hechos menos estudiados y más perniciosos legados de las redes sociales.
Y ni siquiera hemos hablado de la violencia y el “bullying” en las redes. Unas veces desde el anonimato cobarde y otras desde atrás de la barrera virtual que nos ofrecen teclado y pantalla, las redes son sitio donde se expresan las cosas más inauditas, más ofensivas. Bien poco se puede hacer al respecto porque todos hemos permitido esa degradación: unos con sus actos, otros con su silencio, los demás porque aceptamos esas nuevas “reglas del juego”, lo cierto es que somos cómplices de la descomposición de sus contenidos, de su confiabilidad.
¿Podemos culpar a las redes de todo esto?, indudablemente, una buena parte de la responsabilidad recae en los operadores, llámense Twitter, Facebook, Instagram, YouTube o como sea, pero, a fin de cuentas, los que las hacemos somos los usuarios, lo mismo de manera individual que quienes de forma organizada se aprovechan de las lagunas y vacíos para promover sus propias falsedades y sus propias recetas de odio y discriminación. @gabrielguerrac Facebook: Gabriel Guerra Castellanos