IMPULSO/Leonardo Curzio
Moscú. Mi experiencia mundialista ha sido impactante. Es la primera vez que acudo a un partido del mundial: me resultó muy emocionante y ahora con la perspectiva de la calificación todo se torna más interesante. Pero en este texto no quiero hablar de futbol. Tampoco de geopolítica rusa, a la que por primera vez meto la nariz y compruebo mi profunda ignorancia sobre la flexibilidad y las posibilidades de la potencia euroasiática.
Vaya que tenemos cosas que aprender (y evitar otras) de la forma en que los rusos organizan y ejercen el poder. En esta entrega quisiera concentrarme en las mujeres, y no necesariamente para hablar de su proverbial y muy comentada belleza. No tengo más que confirmar que la fama que les precede es justa. Entiendo por qué un oficial francés enloqueció por Natalia y llevó a Pushkin a enfrentarlo en un fatídico duelo. El gran maestro de las letras rusas murió por un cegador ataque de celos y es que, en efecto, debe ser difícil gestionar emocionalmente tanta belleza.
Tampoco había entendido a cabalidad aquella expresión de Dostoyevski cuando describe a Grushenka como una belleza insolente, una de esas bellezas que pueden hacer que un padre y un hijo lleguen a una rivalidad criminal y deshonrosa. En realidad quisiera centrar mi reflexión en el papel de la mujer rusa en la historia de este país, hasta ahora opacado por los estereotipos o porque han desempeñando un papel secundario en el relato que la propaganda soviética ha forjado.
Por supuesto mi primera referencia es Svetlana Alexiévich. No hay manera de eludir la potencia de sus relatos cuando uno recorre los portentosos bulevares de la capital moscovita y ve las caras de las mujeres de cierta edad y piensa en aquellas generaciones que vivieron la guerra; todos los dolores quedan marcados en sus caras. Hasta ahora el eje de reconstrucción histórica machista las ha relegado a un papel secundario, mientras los hombres recibían medallas, reconocimientos y monumentos.
Pero la guerra en Rusia la hicieron tanto las mujeres como los hombres y por tanto es tiempo de reconocer la enorme falta en la que el sesgo machista de la historia soviética incurrió. La historia del comunismo y la heroica defensa de los rusos al avance de las tropas nazis sigue siendo un relato en masculino. El prejuicio es mucho más profundo y a espíritus sensibles de otras épocas les parecía repelente.
En estos días he leído un relato corto de Pushkin titulado Roslalev. La heroína es una princesa llamada Polina, una admiradora de Madame de Stael, quien justo el día de la batalla de Borodino recibe una carta del novio que (según el potente narrador) estaba vacía de conceptos y de músculo. Lo vacuo e intrascendente de la carta no provenía de la incapacidad intelectual del autor, sino del prejuicio más insultante para las mujeres, pues suponía que había que “utilizar un lenguaje adaptado a su entendimiento y que las materias importantes no eran tema de ellas”. Semejante opinión (escribe Pushkin) “sería poco correcta en cualquier lugar del mundo, pero en Rusia es además estúpida. No hay duda que las mujeres rusas son más cultas y piensan más que los hombres ocupados Dios sabe con qué.” Bueno, en estos días con el futbol.